"No hay decisiones buenas y malas, solo hay decisiones y somos esclavos de ellas." (Ntros.Ant.)

sábado, 1 de octubre de 2011

DIARIO DEL PRIMER VIAJE DE COLON -PARTE V DE VIII- (DICIEMBRE DE 1492)


Diario de a bordo del primer viaje de Cristóbal Colón
(texto completo)

Nota: Relación compendiada de Fray Bartolomé de las Casas.

Parte V de VIII


Sábado, 1 de diciembre
No se partió, por la misma causa del viento contrario y porque llovía mucho. Asentó una cruz grande a la entrada de aquel puerto que creo llamó el Puerto Santo, sobre unas peñas vivas. La punta es aquella que está a la parte del Sudeste, a la entrada del puerto, y quien hubiere de entrar en este puerto se debe llegar más sobre la parte del Noroeste a aquella punta que sobre la otra del Sudeste; puesto que al pie de ambas, junto con la peña, hay doce brazas de hondo y muy limpio. Más a la entrada del puerto, sobre la punta del Sudeste, hay una baja que sobreagua, la cual dista de la punta tanto que se podría pasar entre medias, habiendo necesidad, porque al pie de la baja y del cabo todo es fondo de doce y de quince brazas, y a la entrada se ha de poner la proa al Sudoeste.

Domingo, 2 de diciembre
Todavía fue contrario el viento y no pudo partir; dice que todas las noches del mundo vienta terral, y que todas las naos que allí estuvieren no hayan miedo de toda la tormenta del mundo, porque no puede recalar dentro por una baja que está al principio del puerto, etc. En la boca de aquel río dice que halló un grumete ciertas piedras que parecen tener oro; trájolas para mostrar a los Reyes. Dice que hay por allí, a tiro de lombarda, grandes ríos.

Lunes, 3 de diciembre
Por causa de que hacía siempre tiempo contrario, no partía de aquel puerto, y acordó de ir a ver un cabo muy hermoso un cuarto de legua del puerto de la parte del Sudeste. Fue con las barcas y alguna gente armada. Al pie del cabo había una boca de un buen río, puesta la proa al Sudeste para entrar, y tenía cien pasos de anchura; tenía una braza de fondo a la entrada o en la boca; pero dentro había doce brazas, y cinco, y cuatro, y dos, y cabrían en él cuantos navíos hay en España. Dejando un brazo de aquel río fue al Sudeste y halló una caleta en que vio cinco muy grandes almadías que los indios llaman canoas, como fustas muy hermosas y labradas que dice era placer verlas, y al pie del monte vio todo labrado. Estaban debajo de árboles muy espesos, y yendo por un camino que salía a ellas fueron a dar a una atarazana muy bien ordenada y cubierta, que ni sol ni agua no les podía hacer daño, y debajo de ella había otra canoa hecha de un madero como las otras, como una fusta de diecisiete bancos. Era placer ver las labores que tenía y su hermosura. Subió una montaña arriba y después hallóla toda llana y sembrada de muchas cosas de la tierra y calabazas, que era gloria verla; y en medio de ella estaba una gran población. Dio de súbito sobre la gente del pueblo, y, como los vieron, hombres y mujeres dan de huir. Aseguróles el indio que llevaba consigo de los que traía, diciendo que no hubiesen miedo, que gente buena era. Hízolos dar el Almirante cascabeles y sortijas de latón y cuentezuelas de vidrio verdes y amarillas, con que fueron muy contentos, visto que no tenían oro ni otra cosa preciosa y que bastaba dejarlos seguros y que toda la comarca era poblada y huidos los demás de miedo (y certifica el Almirante a los Reyes que diez hombres hagan huir a diez mil: tan cobardes y medrosos son que ni traen armas, salvo unas varas, y en el cabo de ellas un palillo agudo tostado), acordó volverse. Dice que las varas se las quitó todas con buena maña, rescatándoselas de manera que todas las dieron. Tornados adonde habían dejado las barcas, envió ciertos cristianos al lugar por donde subieron, porque le había parecido que había visto un gran colmenar. Antes de que viniesen los que habían enviado, ajuntáronse muchos indios y vinieron a las barcas donde ya se había el Almirante recogido con su gente toda; uno de ellos se adelantó en el río junto con la popa de la barca e hizo una grande plática que el Almirante no entendía, salvo que los otros indios de cuando en cuando alzaban las manos al cielo y daban una grande voz. Pensaba el Almirante que lo aseguraban y que les placía de su venida; pero vio al indio que consigo traía demudarse la cara y amarillo como la cera, y temblaba mucho, diciendo por señas que el Almirante se fuese fuera del río, que los querían matar, y llegóse a un cristiano que tenía una ballesta armada y mostróla a los indios, y entendió el Almirante que los decía que los matarían todos, porque aquella ballesta tiraba lejos y mataba. También tomó una espada y la sacó de la vaina, mostrándola diciendo lo mismo; lo cual oído por ellos dieron todos en huir, quedando todavía temblando el dicho indio de cobardía y poco corazón, y era hombre de buena estatura y recio. No quiso el Almirante salir del río; antes hizo remar en tierra hacia donde ellos estaban, que eran muy muchos, todos tintos de colorado y desnudos como su madre los parió, y alguno de ellos con penachos en la cabeza y otras plumas, todos con sus manojos de azagayas. «Lleguéme a ellos y diles algunos bocados de pan y demandéles las azagayas, y dábales por ellas a unos un cascabelito, a otros una sortijuela de latón, a otros unas cuentezuelas; por manera que todos se apaciguaron y vinieron todos a las barcas y daban cuanto tenían por cualquiera cosa que les daban. Los marineros habían muerto una tortuga y la cáscara estaba en la barca en pedazos, y los grumetes dábanles de ella como la una y los indios les daban un manojo de azagayas. Ellos son gente como los otros que he hallado -dice el Almirante-, y de la misma creencia, y creían que veníamos del cielo; y de lo que tienen luego lo dan por cualquier cosa que les den, sin decir que es poco, y creo que así harían de especiería y de oro si lo tuviesen. Vi una casa hermosa no muy grande y de dos puertas, porque así son todas, y entré en ella y vi una obra maravillosa, como cámaras hechas por una cierta manera que no lo sabría decir, y colgando al cielo de ella caracoles y otras cosas. Yo pensé que era templo y los llamé y dije por señas si hacían en ella oración; dijeron que no, y subió uno de ellos arriba y me daba todo cuanto allí había, y de ello tomé algo.»

Martes, 4 de diciembre
Hízose a la vela con poco viento y salió de aquel puerto que nombró Puerto Santo. A las dos leguas vio un buen río de que ayer habló. Fue de luengo de costa, y corríase toda la tierra, pasado el dicho cabo, Essueste y Oesnoroeste hasta el Cabo Lindo, que está al cabo del Monte al Este cuarta del Sudeste, y hay de uno a otro cinco leguas. Del cabo del Monte a legua y media hay un gran río algo angosto; pareció que tenía buena entrada y era muy hondo. Y de allí a tres cuartos de legua vio otro grandísimo río, y debe venir de muy lejos. En la boca tenía cien pasos y en ella ningún banco, y en la boca ocho brazas y buena entrada: porque lo envió a ver y sondar con la barca, y tiene el agua dulce hasta dentro en la mar, y es de los caudalosos que había hallado, y debe haber grandes poblaciones. Después del Cabo Lindo hay una grande bahía que sería buen paso por Esnordeste y Sudeste y Sur-sudoeste.

Miércoles, 5 de diciembre
Toda esta noche anduvo a la corda sobre el Cabo Lindo, adonde anocheció por ver la tierra que iba al Este; y al salir del sol vio otro cabo al Este a dos leguas y media. Pasado aquél, vio que la costa volvía al Sur y tomaba del Sudoeste, y vio luego un cabo muy hermoso y alto a la dicha derrota, y distaba de ese otro siete leguas. Quisiera ir allá, pero por el deseo que tenía de ir a la isla de Babeque, que le quedaba, según decían los indios que llevaban, al Nordeste, lo dejó. Tampoco pudo ir al Babeque, porque el viento que llevaba era Nordeste. Yendo así, miró al Sudeste y vio tierra y era una isla muy grande, de la cual tenía dice que información de los indios, a que llamaban ellos Bohío, poblada de gente. De esta gente dice que los de Cuba o Juana y de todas estas otras islas tienen gran miedo, porque dice que comían los hombres. Otras cosas le contaban los dichos indios, por señas, muy maravillosas: mas el Almirante no dice que las creía, sino que debían tener más astucia y mejor ingenio los de aquella isla Bohío para los cautivar que ellos, porque eran muy flacos de corazón. Así que porque el tiempo era Nordeste y tomaba del Norte, determinó dejar a Cuba o Juana, que hasta entonces había tenido por tierra firme por su grandeza, porque bien habría andado en un paraje ciento y veinte leguas; y partió al Sudeste cuarta del Este. Puesto que la tierra que él había visto se hacía al Sudeste, daba este resguardo porque siempre el viento rodea el Norte para el Nordeste y de allí al Este y Sudeste. Cargó mucho el viento y llevaba todas sus velas, la mar llana y la corriente que le ayudaba, por manera que hasta la una después de medio día desde la mañana hacía de camino ocho millas por hora, y eran seis horas aún no cumplidas, porque dice que allí eran las noches cerca de quince horas. Después anduvo diez millas por hora; y así andaría hasta poner del sol ochenta y ocho millas, que son veintidós leguas, todo al Sudeste. Y porque se hacía noche, mandó a la carabela Niña que se adelantase para ver con el día el puerto, porque era velera, y llegando a la boca del puerto, que era como la bahía de Cádiz, y porque era ya de noche, envió a su barca que sondease el puerto, la cual llevó lumbre de candela; y antes que el Almirante llegase adonde la carabela estaba barloventeando y esperando que la barca le hiciese señas para entrar en el puerto, apagósele la lumbre a la barca. La carabela, como no vio lumbre, corrió de largo e hizo lumbre al Almirante, y, llegado a ella, contaron lo que había acaecido. Estando en esto, los de la barca hicieron otra lumbre: la carabela fue a ella, y el Almirante no pudo, y estuvo toda aquella noche barloventeando.

Jueves, 6 de diciembre
Cuando amaneció, se halló cuatro leguas del puerto. Púsole nombre Puerto María, y vio un cabo hermoso al Sur cuarta del Sudoeste, al cual puso nombre Cabo de la Estrella, y parecióle que era la postrera tierra de aquella isla hacia el Sur; y estaría el Almirante de él veintiocho millas. Parecíale otra tierra como isla no grande al Este, y estaría de él a cuarenta millas. Quedábale otro cabo muy hermoso y bien hecho, a quien puso nombre Cabo del Elefante, al Este cuarta del Sudeste, y distábale ya cincuenta y cuatro millas. Quedábale otro cabo al Essueste, al que puso nombre del Cabo Cinquin; estaría de él veintiocho millas. Quedábale una gran escisura o abertura o abra a la mar, que le pareció ser río, al Sudeste, y tomaba de la cuarta del Este, habría de él a la abra veinte millas. Parecíale que entre el Cabo del Elefante del de Cinquin había una grandísima entrada, y algunos de los marineros decían que era apartamiento de isla; a aquélla puso por nombre la Isla de la Tortuga. Aquella isla grande parecía altísima tierra, no cerrada con montes, sino rasa como hermosas campiñas, y parece toda labrada o grande parte de ella, y parecían las sementeras como trigo en el mes de mayo en la campiña de Córdoba. Viéronse muchos fuegos aquella noche, y de día muchos humos como atalayas, que parecía estar sobre aviso de alguna gente con quien tuviesen guerra. Toda la costa de esta tierra va al Este. A hora de vísperas entró en el puerto dicho, y púsole nombre Puerto de San Nicolao, porque era el día de San Nicolás, por honra suya, y a la entrada de él se maravilló de su hermosura y bondad. Y aunque tiene mucho alabados los puertos de Cuba, pero sin duda dice él que no es menos éste, antes los sobrepuja y ninguno le es semejante. En boca y entrada tiene legua y media de ancho, y se pone la proa al Sursudeste, puesto que por la grande anchura se puede poner la proa adonde quisieren. Va de esta manera al Sursudeste dos leguas; y a la entrada de él por la parte del Sur se hace como una angla, y de allí se sigue así igual hasta el cabo, adonde está una playa muy hermosa y un campo de árboles de mil maneras y todos cargados de frutas, que creía el Almirante ser de especiería y nueces moscadas, sino que no estaban maduras y no se conocía, y un río en medio de la playa. El fondo de este puerto es maravilloso, que hasta llegar a la tierra en longura de una nao no llegó la sondaresa o plomada al fondo con cuarenta brazas, y hay hasta esta longura el fondo de quince brazas y muy limpio; y así es todo el dicho puerto de cada cabo, hondo dentro una pasada de tierra de quince brazas, y limpio; y de esta manera es toda la costa, muy hondable y limpia, que no parece una sola baja, y al pie de ella, tanto como longura de un remo de barca de tierra, tiene cinco brazas. Y después de la longura de dicho puerto, yendo al Sursudeste (en la cual longura pueden barloventear mil carracas), bojó un brazo del puerto al Nordeste por la tierra dentro de una grande media legua, y siempre en una misma anchura, como que lo hicieran por un cordel; el cual queda de manera que, estando en aquel brazo, que será de anchura de veinticinco pasos, no se puede ver la boca de la entrada grande, de manera que queda puerto cerrado, y el fondo de este brazo es así en el comienzo hasta el fin de once brazas, y todo base o arena limpia, y hasta tierra y poner los bordes en las hierbas tiene ocho brazas. Es todo el puerto muy airoso y desabahado, de árboles raso. Toda esta isla le pareció de más peñas que ninguna otra que haya hallado: los árboles más pequeños, y muchos de ellos de la naturaleza de España, como carrascos y madroños y otros, y lo mismo de las hierbas. Es tierra muy alta, y toda campiña o rasa y de muy buenos aires, y no se ha visto tanto frío como allí, aunque no es de contar por frío, mas díjolo al respecto de las otras tierras. Hacia enfrente de aquel puerto una hermosa vega, y en medio de ella el río susodicho; y en aquella comarca, dice, debe haber grandes poblaciones según se veían las almadías con que navegan tantas y tan grandes de ellas como una fusta de quince bancos. Todos los indios huyeron y huían como veían los navíos. Los que consiguió de las isletas traía, tenían tanta gana de ir a su tierra que pensaba, dice el Almirante, que, después que se partiese de allí, los tenía de llevar a sus casas, y que ya lo tenían por sospechoso porque no llevaba el camino de su casa, por lo cual dice que ni les creía lo que le decían, ni los entendía bien ni ellos a él, y dice que habían el mayor miedo del mundo de la gente de aquella isla. Así que, por querer haber lengua con la gente de aquella isla, le fuera necesario detenerse algunos días en aquel puerto, pero no lo hacia por ver mucha tierra y por dudar que el tiempo le duraría. Esperaba en Nuestro Señor que los indios que traía sabrían su lengua y él la suya, y después tornaría, y hablará con aquella gente, y placerá a Su Majestad, dice él, que hallará algún buen rescate de oro antes que vuelva.

Viernes, 7 de diciembre
Al rendir del cuarto del alba, dio las velas y salió de aquel Puerto de San Nicolás y navegó con el viento Sudoeste al Nordeste dos leguas, hasta un cabo que hace el Cheranero, y quedábale al Sudeste un angla y el Cabo de la Estrella al Sudoeste, y distaba del Almirante veinte y cuatro millas. De allí navegó al Este, luengo de costa hasta el cabo Cinquin, que sería cuarenta y ocho millas; verdad es que las veinte fueron al Este cuarta del Nordeste, y aquella costa es tierra toda muy alta y muy grande fondo; hasta dar en tierra es de veinte y treinta brazas, y fuera tanto como un tiro de lombarda no se halla fondo, lo cual todo lo probó el Almirante aquel día por la costa, mucho a su placer con el viento Sudoeste. El angla que arriba dijo llega dice que al Puerto de San Nicolás tanto como tiro de una lombarda, que si aquel espacio se atajase y cortase quedaría hecho isla, lo demás bojaría en el cerco tres o cuatro millas. Toda aquella tierra era muy alta y no de árboles grandes sino como carrascos y madroños, propia, dice, que tierra de Castilla. Antes que llegase al dicho cabo de Cinquin con dos leguas, halló una anglezuela como la abertura de una montaña, por la cual descubrió un valle grandísimo, y violo todo sembrado como cebadas, y sintió que debía de haber en aquel valle grandes poblaciones, y a las espaldas de él había grandes montañas y muy altas. Y cuando llegó al Cabo de Cinquin, le demoraba el Cabo de la Tortuga al Nordeste, y habría treinta y dos millas, y sobre este Cabo Cinquin, a tiro de una lombarda, está una peña en la mar que sale en alto que se puede ver bien; y, estando el Almirante sobre dicho cabo, le demoraba el Cabo del Elefante al Este cuarta del Sudeste, y habría hasta él setenta millas, y toda tierra muy alta. Y a cabo de seis leguas halló una grande angla, y vio por la tierra dentro muy grandes valles y campiñas y montañas altísimas, todo a semejanza de Castilla. Y dende a ocho millas halló un río muy hondo, sino que era angosto, aunque bien pudiera entrar en él una carraca, y la boca todavía sin banco ni bajas. Y dende a dieciséis millas halló un puerto muy ancho y muy hondo, hasta no hallar fondo en la entrada ni a las bordas a tres pasos, salvo quince brazas, y va dentro un cuarto de legua. Y puesto que fuese aún muy temprano, como la una después de mediodía, y el viento era a popa y recio, pero porque el cielo mostraba querer llover mucho y había gran cerrazón, que es peligrosa aun para la tierra que se sabe, cuanto más en la que no se sabe, acordó entrar en el puerto, al cual llamó Puerto de la Concepción, y salió a tierra en un río no muy grande que está al cabo del puerto, que viene por unas vegas y campiñas que era una maravilla ver su hermosura. Llevó redes para pescar, y antes que llegase a tierra saltó una lisa como las de España propia en la barca, que hasta entonces no había visto peces que pareciesen a los de Castilla. Los marineros pescaron y mataron otras, y lenguados y otros peces como los de Castilla. Anduvo un poco por aquella tierra que es toda labrada, y oyó cantar el ruiseñor y otros pajaritos como los de Castilla. Vieron cinco hombres, mas no les quisieron aguardar sino huir. Halló arrayán y otros árboles y hierbas como los de Castilla, y así es la tierra y las montañas.

Sábado, 8 de diciembre
Allí en aquel puerto les llovió mucho con viento Norte muy recio: el puerto es seguro de todos los vientos excepto Norte, puesto que no le puede hacer daño alguno, porque la resaca es grande, que no da lugar a que la nao vire sobre las amarras ni el agua del río. Después de medianoche se tomó el viento al Nordeste y después al Este, de los cuales vientos es aquel puerto bien abrigado por la isla de la Tortuga, que está frontera treinta y seis millas.

Domingo, 9 de diciembre
Este día llovió e hizo tiempo de invierno como en Castilla por octubre. No había visto población sino una casa muy hermosa en el Puerto de San Nicolás, y mejor hecha que en otras partes de las que había visto. La isla es muy grande, y dice el Almirante que no será mucho que boje doscientas leguas: ha visto que es toda muy labrada; creía que debían ser las poblaciones lejos de la mar de donde ven cuando llegaba, y así huían todos y llevaban consigo todo lo que tenían y hacían ahumadas como gente de guerra. Este puerto tiene en la boca mil pasos, que es un cuarto de legua: en ella ni hay banco ni baja, antes no se halla casi fondo hasta en tierra a la orilla de la mar, y hacia dentro, en luengo, va tres mil pasos todo limpio y basa, que cualquiera nao puede surgir en él sin miedo y entrar sin resguardo. Al cabo de él tiene dos bocas de ríos que traen poca agua; enfrente de él hay unas vegas las más hermosas del mundo y casi semejables a las tierras de Castilla, antes éstas tienen ventaja, por lo cual puso nombre a la dicha isla la Isla Española.

Lunes, 10 de diciembre
Ventó mucho el Nordeste, e hízole garrar las anclas medio cable, de que se maravilló el Almirante, y echólo a que las anclas estaban mucho a tierra y venía sobre ella el viento. Y visto que era contrario para ir donde pretendía, envió seis hombres bien aderezados de armas a tierra, que fuesen dos o tres leguas dentro en la tierra para ver si pudieran haber lengua. Fueron y volvieron no habiendo hallado gente ni casas: hallaron empero unas cabañas y caminos muy anchos y lugares donde habían hecho lumbre muchos; vieron las mejores tierras del mundo y hallaron árboles de almáciga muchos, y trajeron de ella y dijeron que había mucha, salvo que no es ahora el tiempo para cogerla, porque no cuaja.

Martes, 11 de diciembre
No partió por el viento, que todavía era Este y Nordeste. Frontero de aquel puerto, como está dicho, está la isla de la Tortuga, y parece grande isla, y va la costa de ella casi como la Española, y puede haber de la una a la otra, a lo más, diez leguas; conviene a saber, desde el Cabo de Cinquin a la cabeza de la Tortuga; después la costa de ella se corre al Sur. Dice que quería ver el entremedio de estas dos islas por ver la isla Española, que es la más hermosa cosa del mundo, y porque, según le decían los indios que traía, por allí se había de ir a la isla de Babeque, los cuales le decían que era isla muy grande y de muy grandes montañas y ríos y valles, y decían que la isla de Bohío era mayor que la Juana a que llaman Cuba, y que no está cercada de agua, y parece dar a entender ser tierra firme, que es aquí detrás de esta Española, a que ellos llaman Caritaba, y que es cosa infinita, y casi traen razón que ellos sean trabajados de gente astuta, porque todas estas islas viven con gran miedo de los de Caniba, «y así torno a decir como otras veces dije -dice él- que Caniba no es otra cosa sino la gente del Gran Can, que debe ser aquí muy vecino, y tendrá navíos y vendrán a cautivarlos, y como no vuelven creen que se los han comido. Cada día entendemos más a estos indios y ellos a nosotros, puesto que muchas veces hayan entendido uno por otro», dice el Almirante. Envió gente a tierra, hallaron mucha almáciga sin cuajarse; dice que las aguas lo deben hacer, y que en Xío lo cogen por marzo, y que en enero la cogerían en aquestas tierras por ser tan templadas. Pescaron muchos pescados como los de Castilla, albures, salmones, pijotas, gallos, pámpanos, lisas, corvinas, camarones, y vieron sardinas; hallaron mucho liñáloe.

Miércoles, 12 de diciembre
No partió aqueste día, por la misma causa del viento contrario dicha. Puso una gran cruz a la entrada del puerto de la parte del Oeste, en un alto muy vistoso, «en señal -dice él- que Vuestras Altezas tienen la tierra por suya, y principalmente por señal de Jesucristo Nuestro Señor y honra de la Cristiandad»; la cual puesta, tres marineros metiéronse por el bosque a ver los árboles y hierbas, y oyeron un gran golpe de gente, todos desnudos como los de atrás, a los cuales llamaron y fueron tras ellos, pero dieron los indios a huir, y, finalmente tomaron una mujer, que no pudieron más, «porque yo -dice él- les había mandado que tomasen algunos para honrarlos y hacerles perder el miedo y si hubiesen alguna cosa de provecho, como no parece poder ser otra cosa según la hermosura de la tierra; y así trajeron una mujer muy moza y hermosa a la nao, y habló con aquellos indios, porque todos tenían una lengua». Hízola el Almirante vestir y diole cuentas de vidrio y cascabeles y sortija de latón y tornóla a enviar a tierra muy honradamente, según su costumbre; envió algunas personas de la nao con ella, y tres de los indios que llevaba consigo, porque hablasen con aquella gente. Los marineros que iban en la barca, cuando la llevaban a tierra, dijeron al Almirante que ya no quisiera salir de la nao, sino quedarse con las otras mujeres indias que había hecho tomar en el puerto de Mares de la isla Juana de Cuba. Todos estos indios que venían con aquella india dice que venían en una canoa, que es su carabela en que navegan, de alguna parte, y cuando asomaron a la entrada del puerto y vieron los navíos, volviéronse atrás y dejaron la canoa por allí en algún lugar y fuéronse camino de su población. Ella mostraba el paraje de la población. Traía esta mujer un pedacito de oro en la nariz, que era señal que había en aquella isla oro.

Jueves, 13 de diciembre
Volvieron los tres hombres que había enviado el Almirante con la mujer a tres horas de la noche, y no fueron con ella hasta la población, porque les pareció lejos o porque tuvieron miedo. Dijeron que otro día vendría mucha gente a los navíos, porque ya debían de estar asegurados por las nuevas que daría la mujer. El Almirante, con deseo de saber si había alguna cosa de provecho en aquella tierra, y por haber alguna lengua con aquella gente por ser la tierra tan hermosa y fértil, y tomasen gana de servir a los Reyes, determinó de tornar a enviar a la población, confiando en las nuevas que la india habría dado de los cristianos ser buena gente, para lo cual escogió nueve hombres bien aderezados de armas y aptos para semejante negocio, con los cuales fue un indio de los que traía. Estos fueron a la población que estaba cuatro leguas y media al Sudeste, la cual hallaron en un grandísimo valle y vacía, porque, como sintieron ir los cristianos, todos huyeron, dejando cuanto tenían, la tierra dentro. La población era de mil casas y de más de mil hombres. El indio que llevaban los cristianos corrió tras ellos dando voces, diciendo que no hubiesen miedo, que los cristianos no eran de Cariba, mas antes eran del cielo, y que daban muchas cosas hermosas a todos los que hallaban. Tanto les impresionó lo que decía, que se aseguraron y vinieron juntos de ellos más de dos mil, y todos venían a señal de gran reverencia y amistad, los cuales estaban todos temblando hasta que mucho los aseguraron. Dijeron los cristianos que, después que ya estaban sin temor, iban todos a sus casas, y cada uno les traía de lo que tenía de comer, que es pan de niames, que son unas raíces como rábanos grandes que nacen, que siembran y nacen y plantan en todas sus tierras, y es su vida, y hacen de ellas pan y cuecen y asan y tienen sabor propio de castañas, y no hay quien no crea comiéndolas que no sean castañas. Dábanles pan y pescado y de lo que tenían. Y porque los indios que traía en el navío tenían entendido que el Almirante deseaba tener algún papagayo, parece que aquel indio que iba con los cristianos díjoles algo de esto, y así les trajeron papagayos y les daban cuanto les pedían sin querer nada por ello. Rogábanles que no se viniesen aquella noche y que les darían otras muchas cosas que tenían en la sierra. Al tiempo que toda aquella gente estaba junto con los cristianos, vieron venir una gran batalla o multitud de gente con el marido de la mujer que había el Almirante honrado y enviado, la cual traían caballera sobre sus hombros, y venían a dar gracias a los cristianos por la honra que el Almirante le había hecho y dádivas que le había dado. Dijeron los cristianos al Almirante que era toda gente más hermosa y de mejor condición que ninguna otra de las que habían hasta allí hallado; pero dice el Almirante que no sabe cómo puedan ser de mejor condición que las otras, dando a entender que todas las que habían en las otras islas hallado era de muy buena condición. Cuanto a la hermosura, dicen los cristianos que no había comparación, así en los hombres como en las mujeres, y que son blancos más que los otros, y que entre los otros vieron dos mujeres mozas tan blancas como podían ser en España. Dijeron también de la hermosura de las tierras que vieron, que ninguna comparación tienen las de Castilla las mejores en hermosura y en bondad, y el Almirante así lo veía por las que ha visto y por las que tenía presentes, y decíanle que las que veía ninguna comparación tenían con aquellas de aquel valle, ni la campiña de Córdoba llegaba a aquélla con tanta diferencia como tiene el día de la noche. Decían que todas aquellas tierras estaban labradas y que por medio de aquel valle pasaba un río muy ancho y grande que podía regar todas las tierras. Estaban todos los árboles verdes y llenos de fruta y las hierbas todas floridas y muy altas; los caminos muy anchos y buenos, los aires eran como en abril en Castilla, cantaba el ruiseñor y otros pajaritos como en el dicho mes en España, que dicen que era la mayor dulzura del mundo. Las noches cantaban algunos pajaritos suavemente; los grillos y ranas se oían muchas; los pescados como en España. Vieron muchos almácigos y liñáloe y algodonales; oro no hallaron, y no es maravilla que en tan poco tiempo no se halle. Tomó aquí el Almirante experiencia de qué horas era el día y la noche, y de sol a sol halló que pasaron veinte ampolletas, que son de a media hora, aunque dice que allí puede haber defecto, o porque no la vuelven presto o deja de pasar algo. Dice también que halló por el cuadrante que estaba de la línea equinoccial treinta y cuatro grados.

Viernes, 14 de diciembre
Salió de aquel Puerto de la Concepción con terral, y luego desde a poco calmó, y así lo experimentó cada día de los que por allí estuvo. Después vino viento Levante; navegó con él al Nornordeste, llegó a la isla de la Tortuga, vio una punta de ella que llamó la Punta Pierna, que estaba al Esnordeste de la cabeza de la isla, y habría doce millas; y de allí descubrió otra punta que llamó la Punta Lanzada, en la misma derrota del Nordeste, que habría dieciséis millas. Y así, desde la cabeza de la Tortuga hasta la Punta Aguda habría cuarenta y cuatro millas, que son once leguas al Esnordeste. En aquel camino había algunos pedazos de playa grandes. Esta isla de la Tortuga es tierra muy alta, pero no montañosa, y es muy hermosa y muy poblada de gente como la de la isla Española, y la tierra así toda labrada, que parecía ver la campiña de Córdoba. Visto que el viento le era contrario y no podía ir a la isla Baneque, acordó tornarse al Puerto de la Concepción, de donde había salido, y no pudo cobrar un río que está de la parte del Este del dicho puerto dos leguas.

Sábado, 15 de diciembre
Salió del puerto de la Concepción otra vez para su camino, pero, en saliendo del puerto, ventó Este recio su contrario, y tomó la vuelta de la Tortuga hasta ella, y de allí dio vuelta para ver aquel río que ayer quisiera ver y tomar y no pudo, y de esta vuelta tampoco lo pudo tomar, aunque surgió media legua de sotaviento en una playa, buen surgidero y limpio. Amarrados sus navíos, fue con las barcas a ver el río, y entró por un brazo de mar que está antes de media legua, y no era la boca. Volvió, y halló la boca que no tenía aún una braza, y venía muy recio; entró con las barcas por él, para llegar a las poblaciones que los que anteayer había enviado habían visto, y mandó echar la sirga en tierra, y, tirando los marineros de ella, subieron las barcas dos tiros de lombarda, y no pudo andar más por la reciura de la corriente del río. Vio algunas cosas y el valle grande donde están las poblaciones, y dijo que otra cosa más hermosa no había visto, por medio del cual valle viene aquel río. Vio también gente a la entrada del río, mas todos dieron a huir. Dice más, que aquella gente debe ser muy cazada, pues vive con tanto temor, porque en llegando que llegan a cualquier parte, luego hacen ahumadas de las atalayas por toda la tierra, y esto más en esta isla Española y en la Tortuga, que también es grande isla, que en las otras que atrás dejaba. Puso nombre al valle Valle del Paraíso, y al río Guadalquivir, porque dice que así viene tan grande como el Guadalquivir por Córdoba, y a las veras o riberas de él, playa de piedras muy hermosas, y todo andable.

Domingo, 16 de diciembre
A la media noche, con el ventezuelo de tierra, dio las velas por salir de aquel golfo, y viniendo del bordo de la isla Española yendo a la bolina, porque luego a hora de tercia ventó Este, a medio golfo halló una canoa con un indio solo en ella, de que se maravillaba el Almirante cómo se podía tener sobre el agua siendo el viento grande. Hízole meter en la nao a él y su canoa, y halagado, diole cuentas de vidrio, cascabeles y sortijas de latón y llevólo en la nao hasta tierra a una población que estaba de allí dieciséis millas junto a la mar, donde surgió el Almirante y halló buen surgidero en la playa junto a la población, que parecía ser de nuevo hecha, porque todas las casas eran nuevas. El indio fuese luego con su canoa a tierra, y da nuevas del Almirante y de los cristianos ser buena gente, puesto que ya las tenían por lo pasado de las otras donde habían ido los seis cristianos; y luego vinieron más de quinientos hombres, y desde a poco vino el rey de ellos, todos en la playa junto a los navíos, porque estaban surgidos muy cerca de tierra. Luego uno a uno, y muchos a muchos, venían a la nao sin traer consigo cosa alguna, puesto que algunos traían algunos granos de oro finísimo en las orejas y en la nariz, el cual luego daban de buena gana. Mandó hacer honra a todos el Almirante, y dice él «porque son la mejor gente del mundo y más mansa; y sobre todo, que tengo mucha esperanza en Nuestro Señor que Vuestras Altezas los harán todos cristianos, y serán todos suyos, que por suyos los tengo». Vio también que el dicho rey estaba en la playa, y que todos le hacían acatamiento. Envióle un presente el Almirante, el cual dice que recibió con mucho estado, y que sería mozo de hasta veintiún años, y que tenía un ayo viejo y otros consejeros que le aconsejaban y respondían, y que él hablaba muy pocas palabras. Uno de los indios que traía el Almirante habló con él, y le dijo cómo venían los cristianos del cielo, y que andaba en busca de oro y quería ir a la isla de Baneque; y él respondió que bien era, y que en la dicha isla había mucho oro; el cual mostró, al alguacil del Almirante que le llevó el presente, el camino que habían de llevar, y que en dos días iría de allí a ella, y que si de su tierra había menester algo lo daría de muy buena voluntad. Este rey y todos los otros andaban desnudos como sus madres los parieron, y así las mujeres, sin algún empacho, y son los más hermosos hombres y mujeres que hasta allí hubieron hallado: harto blancos, que si vestidos anduviesen y guardasen del sol y del aire, serían casi tan blancos como en España, porque esta tierra es harto fría y la mejor que lengua puede decir. Es muy alta, y sobre el mayor monte podrían arar bueyes, y hecha toda a campiñas y valles. En toda Castilla no hay tierra que se pueda comparar a ella en hermosura y bondad. Toda esta isla y la de la Tortuga son todas labradas como la campiña de Córdoba. Tienen sembrado en ellas ajes, que son unos ramillos que planta, y al pie de ellos nacen unas raíces como zanahorias, que sirven por pan, y rallan y amasan y hacen pan con ellas, y después tornan a plantar el mismo ramillo en otra parte y torna a dar cuatro o cinco de aquellas raíces que son muy sabrosas, propio gusto de castaña. Allí las hay más gordas y buenas que había visto en ninguna parte, porque también dice que de aquéllas había en Guinea. Las de aquel lugar eran tan gordas como la pierna, y aquella gente todos dicen que eran gordos y valientes y no flacos, como los otros que antes había hallado, y de muy dulce conversación, sin secta. Y los árboles de allí dice que eran tan viciosos que las hojas dejaban de ser verdes y eran prietas de verdura. Era cosa de maravilla ver aquellos valles y los ríos y buenas aguas, y las tierras para pan, para ganados de toda suerte, de que ellos no tienen alguna, para huertas y para todas las cosas del mundo que el hombre sepa pedir. Después a la tarde vino el rey a la nao. El Almirante le hizo la honra que debía y le hizo decir cómo era de los Reyes de Castilla, los cuales eran los mayores Príncipes del mundo. Mas ni los indios que el Almirante traía, que eran los intérpretes, creían nada, ni el rey tampoco, sino creían que venían del cielo y que los reinos de los reyes de Castilla eran en el cielo y no en este mundo. Pusiéronle de comer al rey de las cosas de Castilla y él comía un bocado y después dábalo todo a sus consejeros y al ayo y a los demás que metió consigo. «Crean Vuestras Altezas que estas tierras son en tanta cantidad y buenas y fértiles y en especial éstas de esta isla Española, que no hay persona que lo sepa decir, y nadie lo puede creer si no lo viese. Y crean que esta isla y todas las otras son así suyas como Castilla, que aquí no falta salvo asiento y mandarles hacer lo que quisieren, porque yo con esta gente que traigo, que no son muchos, correría todas estas islas sin afrenta, que ya he visto sólo tres de estos marineros descender en tierra y haber multitud de estos indios y todos huir, sin que les quisiesen hacer mal. Ellos no tienen armas, y son todos desnudos y de ningún ingenio en las armas y muy cobardes, que mil no aguardarían tres, y así son buenos para les mandar y les hacer trabajar, sembrar y hacer todo lo otro que fuere menester, y que hagan villas y se enseñen a andar vestidos y a nuestras costumbres.»

Lunes, 17 de diciembre
Ventó aquella noche reciamente viento Esnordeste; no se alteró mucho la mar porque lo estorba y escuda la isla de la Tortuga que está frontero y hace abrigo. Así estuvo allí aqueste día. Envió a pescar los marineros con redes; holgáronse mucho con los cristianos los indios y trajéronles ciertas flechas de los Caniba o de los Caníbales, y son de las espigas de cañas, e injértanles unos palillos tostados y agudos, y son muy largos. Mostráronles dos hombres que les faltaban algunos pedazos de carne de su cuerpo e hiciéronles entender que los caníbales los habían comido a bocados; el Almirante no lo creyó. Tomó a enviar ciertos cristianos a la población, y a trueque de cuentezuelas de vidrio rescataron algunos pedazos de oro labrado en hoja delgada. Vieron a uno que tuvo el Almirante por gobernador de aquella provincia, que llamaban cacique, un pedazo tan grande como la mano de aquella hoja de oro, y parecía que lo quería rescatar; el cual se fue a su casa y los otros quedaron en la plaza. Y él hacía hacer pedazuelos de aquella pieza, y trayendo cada vez un pedazuelo rescatábalo. Después de que no hubo más, dijo por señas que él había enviado a por más y que otro día lo traerían. «Estas cosas todas y la manera de ellos y sus costumbres y mansedumbre y consejo, muestra de ser gente más despierta y entendida que otros que hasta allí hubiese hallado», dice el Almirante. En la tarde vino allí una canoa de la isla de la Tortuga con bien cuarenta hombres, y, llegando a la playa, toda la gente del pueblo que estaba junta se asentaron todos en señal de paz, y algunos de la canoa y casi todos descendieron en tierra. El cacique se levantó solo, y con palabras que parecían de amenaza los hizo volver a la canoa y les echaba agua, y tomaba piedras de la playa y las echaba en el agua; y después que ya todos con mucha obediencia se pusieron y embarcaron en la canoa, él tomó una piedra y la puso en la mano a mi alguacil para que la tirase, al cual yo había enviado a tierra y al escribano y a otros para ver si traían algo que aprovechase, y el alguacil no les quiso tirar. Allí mostró mucho aquel cacique que se favorecía con el Almirante. La canoa se fue luego, y dijeron al Almirante, después de ida, que en la Tortuga había más oro que en la isla Española, porque es más cerca de Baneque. Dijo el Almirante que no creía que en aquella isla Española ni en la Tortuga hubiese minas de oro, sino que lo traían de Baneque, y que traen poco, porque no tienen aquéllos qué dar por ello, y aquella tierra es tan gruesa que no ha menester que trabajen mucho para sustentarse ni para vestirse, como anden desnudos. Y creía el Almirante que estaba muy cerca de la fuente, y que Nuestro Señor le había de mostrar dónde nace el oro. Tenía nueva que de allí al Baneque había cuatro jornadas, que podrían ser treinta o cuarenta leguas, que en un día de buen tiempo se podía andar.

Martes, 18 de diciembre
Estuvo en aquella playa surto este día porque no había viento y también porque había dicho el cacique que habría de traer oro, no porque tuviese en mucho al Almirante el oro, dice, que podía traer, pues allí no había minas, sino por saber mejor de dónde lo traían. Luego en amaneciendo mandó ataviar la nao y la carabela de armas y banderas por la fiesta que era este día de Santa María de la O, o conmemoración de la Anunciación. Tiráronse muchos tiros de lombardas, y el rey de aquella isla Española, dice el Almirante, había madrugado de su casa, que debía distar cinco leguas de allí, según pudo juzgar, y llegó a la hora de tercia a aquella población donde ya estaban algunos de la nao que el Almirante había enviado para ver si venia oro; los cuales dijeron que venían con el rey más de doscientos hombres y que lo traían en unas andas cuatro hombres, y era mozo como arriba se dijo. Hoy, estando el Almirante comiendo debajo del castillo, llegó a la nao con toda su gente. Y dice el Almirante a los Reyes: «Sin duda pareciera bien a Vuestras Altezas su estado y acatamiento que todos le tienen, puesto que todos andan desnudos. El, así como entró en la nao, halló que estaba comiendo a la mesa debajo del castillo de popa, y él, a buen andar, se vino a sentar a par de mí y no me quiso dar lugar que yo me saliese a él ni me levantase de la mesa, salvo que yo comiese. Yo pensé que él tendría a bien comer de nuestras viandas; mandé luego traerle cosas que él comiese. Y, cuando entró debajo del castillo, hizo señas con la mano que todos los suyos quedasen fuera, y así lo hicieron con la mayor prisa y acatamiento del mundo, y se asentaron todos en la cubierta, salvo dos hombres de una edad madura, que yo estimé por sus consejeros y ayo, que vinieron y se asentaron a sus pies, y de las viandas que yo le puse delante tomaba de cada una tanto como se toma para hacer la salva, y después luego lo demás enviábalo a los suyos, y todos comían de ella; y así hizo en el beber, que solamente llegaba a la boca y después así lo daba a los otros, y todo con un estado maravilloso y muy pocas palabras, y aquellas que él decía, según yo podía entender, eran muy asentadas y de seso, y aquellos dos le miraban a la boca y hablaban por él y con él y con mucho acatamiento. Después de comido, un escudero traía un cinto, que es propio como los de Castilla en la hechura, salvo que es de otra obra, que él tomó y me lo dio, y dos pedazos de oro labrado que eran muy delgados, que creo que aquí alcanzan poco de él, puesto que tengo que están muy vecinos de donde nace y hay mucho. Yo vi que le agradaba un arambel que yo tenía sobre mi cama; yo se lo di y unas cuentas muy buenas de ámbar que yo traía al pescuezo y unos zapatos colorados y una almatraja de agua de azahar, de que quedó tan contento que fue maravilla; y él y su ayo y consejeros llevan grande pesar porque no me entendían ni yo a ellos. Con todo, le conocí que me dijo que si me cumpliese algo de aquí, que toda la isla estaba a mi mandar. Yo envié por unas cuentas mías adonde por un señal tengo un excelente de oro en que están esculpidos Vuestras Altezas y se lo mostré y le dije otra vez como ayer que Vuestras Altezas mandaban y señoreaban todo lo mejor del mundo, y que no había tan grandes príncipes; y le mostré las banderas reales y las otras de la Cruz, de que él tuvo en mucho; y qué grandes señores serían Vuestras Altezas, decía él contra sus consejeros, pues de tan lejos y del cielo me habían enviado hasta aquí sin miedo. Y otras cosas muchas se pasaron que yo no entendía, salvo que bien veía que todo tenía a grande maravilla.» Después que ya fue tarde y él se quiso ir, el Almirante le envió en la barca muy honradamente e hizo tirar muchas lombardas, y, puesto en tierra, subió en sus andas y se fue con sus más de doscientos hombres; y a su hijo le llevaban atrás en los hombros de un indio, hombre muy honrado. A todos los marineros y gente de los navíos donde quiera que los topaba les mandaba dar de comer y hacer mucha honra. Dijo un marinero que le había topado en el camino y visto, que todas las cosas que le había dado el Almirante y cada una de ellas llevaba delante del rey un hombre, a lo que parecía de los más honrados. Iba su hijo atrás del rey buen rato, con tanta compañía de gente como él, y otro tanto un hermano del mismo rey, salvo que iba el hermano a pie y llevábanlo del brazo dos hombres honrados. Este vino a la nao después del rey, el cual dio al Almirante algunas cosas de los dichos rescates, y allí supo el Almirante que al rey llamaban en su lengua cacique. En este día se rescató dice que poco oro; pero supo el Almirante, de un hombre viejo, que había muchas islas comarcanas a cien leguas y más, según pudo entender, en las cuales nace mucho oro, hasta decirle que había isla que era todo oro, y en las otras que hay tanta cantidad que lo cogen y ciernen como con cedazos y lo funden y hacen vergas y mil labores: figuraba por señas la hechura. Este viejo señaló al Almirante la derrota y el paraje donde estaba; determinóse el Almirante de ir allá, y dijo que, si no fuera el dicho viejo tan principal persona de aquel rey, que lo detuviera y llevara consigo, o si supiera la lengua que se lo rogara, y creía, según estaba bien con él y con los cristianos, que se fuera con él de buena gana. Pero, porque tenía ya aquellas gentes por de los Reyes de Castilla y no era razón de hacerles agravio, acordó de dejarlo. Puso una cruz muy poderosa en medio de la plaza de aquella población, a lo cual ayudaron los indios mucho, e hicieron dice que oración y la adoraron, y, por la muestra que dan, espera en Nuestro Señor el Almirante que todas aquellas islas han de ser cristianas.

Miércoles, 19 de diciembre
Esta noche se hizo a la vela por salir de aquel golfo que hace allí la isla de la Tortuga con la Española, y siendo de día tomó el viento Levante, con el cual todo este día no pudo salir de entre aquellas dos islas, y a la noche no pudo tomar un puerto que por allí parecía. Vio por allí cuatro cabos de tierra y una grande bahía y río, y de allí vio una angla muy grande y tenía una población, y a las espaldas un valle entre muchas montañas altísimas, llenas de árboles, que juzgó ser pinos, y sobre los Dos Hermanos hay una montaña muy alta y gorda que va de Norte al Sudoeste, y del Cabo de Torres al Essueste está una isla pequeña, a la cual puso nombre Santo Tomás, porque es mañana su vigilia. Todo el cerco de aquella isla tiene cabos y puertos maravillosos, según juzgaba él desde la mar. Antes de la isla, de la parte del Oeste, hay un cabo que entra mucho en la mar alto y bajo, y por eso le puso nombre Cabo Alto y Bajo. Del camino de Torres al Este cuarta del Sudeste hay sesenta millas hasta una montaña más alta que otra, que entra en la mar, y parece desde lejos isla por sí, por un degollado que tiene de la parte de tierra; púsole nombre Monte Caribata porque aquella provincia se llamaba Caribata. Es muy hermoso y lleno de árboles verdes y claros, sin nieve y sin niebla, y era entonces por allí el tiempo, cuanto a los aires y templanza, como por marzo en Castilla, y en cuanto a los árboles y hierbas como por mayo; las noches dice que eran de catorce horas.

Jueves, 20 de diciembre
Hoy, al ponerse el sol, entró en un puerto que estaba entre la isla de Santo Tomás y el Cabo de Caribata, y surgió. Este puerto es hermosísimo y cabrían en él cuantas naos hay en cristianos: la entrada de él parece desde la mar imposible a los que no hubiesen en él entrado, por unas restingas de peñas que pasan desde el monte hasta casi la isla, y no puestas por orden, sino unas acá y otras acullá, unas a la mar y otras a la tierra; por lo cual es menester estar despiertos para entrar por unas entradas que tienen muy anchas y buenas para entrar sin temor, y todo muy hondo de siete brazas, y pasadas las restingas dentro hay doce brazas. Puede la nao estar con una cuerda cualquiera amarrada contra cualesquiera vientos que haya. A la entrada de este puerto dice que había un canal, que queda a la parte del Oeste de una isleta de arena, y en ella muchos árboles, y hasta el pie de ella hay siete brazas; pero hay muchas bajas en aquella comarca, y conviene abrir el ojo hasta entrar en el puerto; después no hayan miedo a toda la tormenta del mundo. De aquel puerto se parecía un valle grandísimo y todo labrado, que desciende a él del Sudeste, todo cercado de montañas altísimas que parecen que llegan al cielo, y hermosísimas, llenas de árboles verdes, y sin duda que hay allí montañas más altas que la isla de Tenerife en Canaria, que es tenida por de las más altas que puede hallarse. De esta parte de la isla de Santo Tomás está otra isleta a una legua, y dentro de ella otra, y en todas hay puertos maravillosos; mas cumple mirar por las bajas. Vio también poblaciones y ahumadas que se hacían.

Viernes, 21 de diciembre
Hoy fue con las barcas de los navíos a ver aquel puerto; el cual vio ser tal que afirmó que ninguno se le iguala de cuantos haya jamás visto, y excúsase diciendo que ha loado los pasados tanto que no sabe cómo lo encarecer, y que teme que sea juzgado por manifestar excesivo más de lo que es verdad. A esto satisface diciendo: que él trae consigo marineros antiguos, y éstos dicen y dirán lo mismo, y todos cuantos andan en la mar; conviene a saber, todas las alabanzas que ha dicho de los puertos pasados ser verdad, y ser éste muy mejor que todos ser asimismo verdad. Dice más de esta manera: «Yo he andado veintitrés años en la mar, sin salir de ella tiempo que se haya de contar, y vi todo el Levante y Poniente, que hice por ir al camino de Septentrión, que es Inglaterra, y he andado la Guinea, mas en todas estas partidas no se hallaría la perfección de los puertos... hallado siempre lo... mejor que el otro, que yo con buen tiento miraba mi escribir, y torno a decir que afirmo haber bien escrito, y que ahora éste es sobre todos y cabrían en él todas las naos del mundo, y cerrado, que con una cuerda, la más vieja de la nao, la tuviese amarrada.» Desde la entrada hasta el fondo habrá cinco leguas. Vio unas tierras muy labradas, aunque todas son así, y mandó salir dos hombres fuera de las barcas que fuesen a un alto para que viesen si había población, porque de la mar no se veía ninguna; puesto que aquella noche, cerca de las diez horas, vinieron a la nao en una canoa ciertos indios a ver al Almirante y a los cristianos por maravilla, y les dio de los rescates, con que se holgaron mucho. Los dos cristianos volvieron y dijeron dónde habían visto una población grande, un poco desviada de la mar. Mandó el Almirante remar hacia la parte donde la población estaba hasta llegar cerca de tierra, y vio unos indios que venían a la orilla de la mar, y parecía que venían con temor, por lo cual mandó detener las barcas y que les hablasen los indios que traía en la nao, que no les haría mal alguno. Entonces se allegaron más a la mar, y el Almirante más a tierra; y después que del todo perdieron el miedo, venían tantos que cubrían la tierra, dando mil gracias, así hombres como mujeres y niños; los unos corrían de acá y los otros de allá a nos traer pan que hacen de niames, que ellos llaman ajes, que es muy blanco y bueno, y nos traían agua en calabazas y en cántaros de barro de la hechura de los de Castilla, y nos traían cuanto en el mundo tenían y sabían que el Almirante quería, y todo con un corazón tan largo y tan contento que era maravilla; «y no se diga que porque lo que daban valía poco por eso lo daban liberalmente -dice el Almirante-, porque lo mismo hacían y tan liberalmente los que daban pedazos de oro como los que daban la calabaza de agua; y fácil cosa es de conocer -dice el Almirante- cuándo se da una cosa con muy deseoso corazón de dar». Estas son sus palabras: «Esta gente no tiene varas ni azagayas ni otras ningunas armas, ni los otros de toda esta isla, y tengo que es grandísima: son así desnudos como su madre los parió, así mujeres como hombres, que en las otras tierras de la Juana y las otras de las otras islas traían las mujeres delante de sí unas cosas de algodón con que cobijan su natura, tanto como una bragueta de calzas de hombre, en especial después que pasan de edad de doce años; mas aquí ni moza ni vieja; y en los otros lugares todos los hombres hacían esconder sus mujeres de los cristianos por celos, más allí no, y hay muy lindos cuerpos de mujeres, y ellas las primeras que venían a dar gracias al cielo y traer cuanto tenían, en especial cosas de comer, pan de ajes y gonza avellanada y de cinco o seis maneras frutas», de los cuales mandó curar el Almirante para traer a los Reyes. No menos dice que hacían las mujeres en las otras partes antes que se escondiesen, y el Almirante mandaba en todas partes estar todos los suyos sobre aviso que no enojasen a alguno en cosa ninguna y que nada les tomasen contra su voluntad, y así les pagaban todo lo que de ellos recibían. Finalmente -dice el Almirante- que no puede creer que hombre haya visto gente de tan buenos corazones y francos para dar y tan temerosos, que ellos se deshacían todos por dar a los cristianos cuanto tenían y, en llegando los cristianos, luego corrían a traerlo todo. Después envió el Almirante seis cristianos a la población para que la viesen qué era, a los cuales hicieron cuanta honra podían y sabían y les daban cuanto tenían, porque ninguna duda les queda, sino que creían que el Almirante y toda su gente habían venido del cielo: lo mismo creían los indios que consigo el Almirante traía de las otras islas, puesto que ya se les había dicho lo que debían de tener. Después de haber ido los seis cristianos, vinieron ciertas canoas con gente a rogar al Almirante, de parte de un señor, que fuese a su pueblo cuando de allí se partiese. (Canoa es una barca en que navegan, y son de ellas grandes y de ellas pequeñas). Y visto que el pueblo de aquel señor estaba en el camino sobre una punta de tierra, esperando con mucha gente al Almirante, fue allá, y antes que se partiese vino a la playa tanta gente que era espanto, hombres y mujeres y niños, dando voces que no se fuese sino que se quedase con ellos. Los mensajeros del otro señor que había venido a convidar estaban aguardando con sus canoas, porque no se fuese sin ir a ver al señor, y así lo hizo, y, en llegando que llegó el Almirante adonde aquel señor le estaba esperando, y tenían muchas cosas de comer, mandó asentar toda su gente; manda que lleven lo que tenía de comer a las barcas donde estaba el Almirante, junto a la orilla de la mar. Y como vio que el Almirante había recibido lo que le habían llevado, todos o los más de los indios dieron a correr al pueblo, que debía estar cerca, para traerle más comida y papagayos y otras cosas de lo que tenían, con tan franco corazón que era maravilla. El Almirante les dio cuentas de vidrio y sortijas de latón y cascabeles, no porque ellos demandasen algo, sino porque le parecía que era razón, y sobre todo -dice el Almirante- porque los tiene ya por cristianos y por de los Reyes de Castilla más que las gentes de Castilla; y dice que otra cosa no falta, salvo saber la lengua y mandarles, porque todo lo que se les mandare harán sin contradicción alguna. Partióse de allí el Almirante para los navíos, y los indios daban voces, así hombres como mujeres y niños, que no se fuesen y se quedasen con ellos los cristianos. Después que se partían venían tras ellos a la nao canoas llenas de ellos, a los cuales hizo hacer mucha honra y darles de comer y otras cosas que llevaron. Había también venido antes otro señor de la parte del Oeste, y aun a nado venían muy mucha gente, y estaba la nao más de grande media legua de tierra. El señor que dije se había tornado; envióle ciertas personas para que le viesen y le preguntasen de estas islas; y los recibió muy bien, y los llevó consigo a su pueblo para darles ciertos pedazos grandes de oro, y llegaron a un gran río, el cual los indios pasaron a nado: los cristianos no pudieron y así se tornaron. En toda esta comarca hay montañas altísimas que parecen llegar al cielo, que la de la isla de Tenerife parece nada en comparación de ellas en altura y en hermosura, y todas son verdes, llenas de arboledas que es una cosa de maravilla. Entre medio de ellas hay vegas muy graciosas, y al pie de este puerto al Sur hay una vega tan grande que los ojos no pueden llegar con la vista al cabo, sin que tenga impedimento de montaña, que parece que debe tener quince o veinte leguas, por la cual viene un río, y es toda poblada y labrada y está tan verde ahora como si fuera en Castilla por mayo o por junio, puesto que las noches tienen catorce horas y sea la tierra tanto septentrional. Así, este puerto es muy bueno para todos los vientos que puedan ventar, cerrado y hondo y todo poblado de gente muy buena y mansa y sin armas buenas ni malas, y puede cualquier navío estar sin miedo en él que otros navíos que vengan de noche a le saltear, porque, puesto que la boca sea bien ancha de más de dos leguas, es muy cerrada de dos restingas de piedra que escasamente la ven sobre agua, salvo una entrada muy angosta en esta restinga, que no parece sino que fue hecho a mano y que dejaron una puerta abierta cuanto los navíos puedan entrar. En la boca hay siete brazas de fondo hasta el pie de una isleta llana que tiene una playa y árboles; al pie de ella de la parte del Oeste tiene la entrada, y se puede llegar una nao sin miedo hasta poner el borde junto a la peña. Hay de la parte del Noroeste tres islas y un gran río a una legua del cabo de este puerto; es el mejor del mundo; púsole nombre el Puerto de la Mar de Santo Tomás, porque era hoy su día: díjole mar por su grandeza.

Sábado, 22 de diciembre
En amaneciendo, dio las velas para ir su camino a buscar las islas que los indios le decían que tenían mucho oro, y de algunas que tenían más oro que tierra; no le hizo tiempo y hubo de tornar a surgir, y envió la barca a pescar con la red. El señor de aquella tierra, que tenía un lugar cerca de allí, le envió una grande canoa llena de gente, y en ella un principal criado suyo a rogar al Almirante que fuese con los navíos a su tierra y que le daría cuanto tuviese. Envióle con aquél un cinto que, en lugar de bolsa, traía una carátula que tenía dos orejas grandes de oro de martillo, y la lengua y la nariz. «Y como sea esta gente de muy buen corazón, que cuanto le piden dan con la mejor voluntad del mundo, les parece que pidiéndoles algo les hacen grande merced»: esto dice el Almirante. Toparon la barca y dieron el cinto a un grumete, y vinieron con su canoa a bordo de la nao con su embajada. Primero que los entendiesen, pasó alguna parte del día; ni los indios que él traía los entendían bien, porque tienen alguna diversidad de vocablos en nombres de las cosas. En fin, acabó de entender por señas su convite. El cual determinó de partir el domingo para allá, aunque no solía partir de puerto en domingo, sólo por su devoción y no por superstición alguna; pero con esperanza, dice él, que aquellos pueblos han de ser cristianos por la voluntad que muestran y de los Reyes de Castilla, y porque los tiene ya por suyos y porque le sirvan con amor, les quiere y trabaja hacer todo placer. Antes que partiese hoy, envió seis hombres a una población muy grande, tres leguas de allí de la parte del Oeste, porque el señor de ella vino el día pasado al Almirante y dijo que tenía ciertos pedazos de oro. En llegando allá los cristianos, tomó el señor de la mano al escribano del Almirante, que era uno de ellos, el cual enviaba el Almirante para que no consintiese hacer a los demás cosa indebida a los indios, porque como fuesen tan francos los indios y los españoles tan codiciosos y desmedidos, que no les basta que por un cabo de agujeta y aun por un pedazo de vidrio y de escudilla y por otras cosas de no nada les daban los indios cuanto querían; pero, aunque sin darles algo se lo querían todo haber y tomar, lo que el Almirante siempre prohibía, y aunque también eran muchas cosas de poco valor, si no era el oro, las que daban a los cristianos; pero el Almirante, mirando al franco corazón de los indios, que por seis cuentezuelas de vidrio darían y daban un pedazo de oro, por eso mandaba que ninguna cosa se recibiese de ellos que no se les diese algo en pago. Así que tomó por la mano el señor al escribano y lo llevó a su casa con todo el pueblo, que era muy grande, que le acompañaba, y les hizo dar de comer, y todos los indios les traían muchas cosas de algodón labradas y en ovillos hilado. Después que fue tarde, dioles tres ánsares muy gordas el señor y unos pedacitos de oro, y vinieron con ellos mucho número de gente y les traían todas las cosas que allá habían rescatado, y a ellos mismos porfiaban de traerlos a cuestas, y de hecho lo hicieron por algunos ríos y por algunos lugares lodosos. El Almirante mandó dar al señor algunas cosas, y quedó él y toda su gente con gran contentamiento, creyendo verdaderamente que había venido del cielo, y en ver los cristianos se tenían por bienaventurados. Vinieron este día más de ciento y veinte canoas a los navíos, todas cargadas de gente, y todos traen algo, especialmente de su pan y pescado y agua en cantarillos de barro y simientes de muchas simientes que son buenas especias: echaban un grano en una escudilla de agua y bébenla, y decían los indios que consigo traía el Almirante que era cosa sanísima.

Domingo, 23 de diciembre
No pudo partir con los navíos a la tierra de aquel señor que lo había enviado a rogar y convidar, por falta de viento; pero envió, con los tres mensajeros que allí esperaban, las barcas con gente y al escribano. Entre tanto que aquéllos iban, envió dos de los indios que consigo traía a las poblaciones que estaban por allí cerca del paraje de los navíos, y volvieron con un señor a la nao con nuevas que en aquella isla Española había gran cantidad de oro, y que a ella lo venían a comprar de otras partes, y dijéronle que allí hallaría cuanto quisiese. Vinieron otros que confirmaban haber en ella mucho oro, y mostrábanle la manera que se tenía en cogerlo. Todo aquello entendía el Almirante con pena; pero todavía tenía por cierto que en aquellas partes había grandísima cantidad de ello y que, hallando el lugar donde se saca, habrá gran barato de ello, y según imaginaba que por no nada. Y torna a decir que cree que debe haber mucho, porque en tres días que había que estaba en aquel puerto había habido buenos pedazos de oro, y no puede creer que allí lo traigan de otra tierra. «Nuestro Señor, que tiene en las manos todas las cosas, vea de me remediar y dar como fuere su servicio»; éstas son palabras del Almirante. Dice que aquella hora cree haber venido a la nao más de mil personas y que todas traían algo de lo que poseen; y antes que lleguen a la nao, con medio tiro de ballesta, se levantan en sus canoas en pie y toman en las manos lo que traen diciendo: «Tomad, tomad.» También cree que más de quinientos vinieron a la nao nadando por no tener canoas, y estaba surta cerca de una legua de tierra. Juzgaba que habían venido cinco señores, hijos de señores, con toda su casa, mujeres y niños, a ver los cristianos. A todos mandaba dar el Almirante, porque todo dice que era bien empleado, y dice: «Nuestro Señor me aderece, por su piedad, que halle este oro, digo su mina, que hartos tengo aquí que dicen que la saben»; éstas son sus palabras. En la noche llegaron las barcas, y dijeron que había gran camino hasta donde venían, y que al monte de Caribatan hallaron muchas canoas con muy mucha gente que venían a ver al Almirante y a los cristianos del lugar donde ellos iban. Y tenía por cierto que si aquella fiesta de Navidad pudiera estar en aquel puerto, viniera toda la gente de aquella isla, que estimaba ya por mayor que Inglaterra, por verlos; los cuales se volvieron todos con los cristianos a la población, la cual dice que afirmaba ser la mayor y la más concertada de calles que otras de las pasadas y halladas hasta allí, la cual dice que es parte de Punta Santa al Sudeste casi tres leguas. Y como las canoas andan mucho de remos, fuéronse delante a hacer saber al cacique, que ellos llamaban allí. Hasta entonces no había podido entender el Almirante silo dicen por rey o por gobernador. También dicen otro nombre por grande que llaman nitayno; no sabía silo dicen por hidalgo o gobernador o juez. Finalmente, el cacique vino a ellos y se ajuntaron en la plaza, que estaba muy barrida, todo el pueblo, que había más de dos mil hombres. Este rey hizo mucha honra a la gente de los navíos, y los populares cada uno les traía algo de comer y de beber. Después el rey dio a cada uno unos paños de algodón que visten las mujeres, y papagayos para el Almirante y ciertos pedazos de oro: daban también los populares de los mismos paños y otras cosas de sus casas a los marineros, por pequeña cosa que les daban, la cual, según la recibían, parecía que la estimaban por reliquias. Ya a la tarde, queriendo despedir, el rey les rogaba que aguardasen hasta otro día; lo mismo todo el pueblo. Visto que determinaban su venida, vinieron con ellos mucho del camino, trayéndoles a cuestas lo que el cacique y los otros les habían dado hasta las barcas, que quedaban a la entrada del río.

Lunes, 24 de diciembre
Antes de salido el sol, levantó las anclas con el viento terral. Entre los muchos indios que ayer habían venido a la nao, que les habían dado señales de haber en aquella isla oro y nombrado los lugares donde lo cogían, vio uno parece que más dispuesto y aficionado o que con más alegría le hablaba, y halagólo rogándole que se fuese con él a mostrarle las minas del oro. Este trajo otro compañero o pariente consigo, los cuales, entre los otros lugares que nombraban donde se cogía el oro dijeron de Cipango, al cual ellos llaman Cibao, y allí afirman que hay gran cantidad de oro, y que el cacique trae las banderas de oro de martillo, salvo que está muy lejos al Este. El Almirante dice aquí estas palabras a los Reyes: «Crean Vuestras Altezas que en el mundo todo no puede haber mejor gente, ni más mansa. Deben tomar Vuestras Altezas grande alegría porque luego los harán cristianos y los habrán enseñado en buenas costumbres de sus reinos, que más mejor gente ni tierra puede ser, y la gente y la tierra en tanta cantidad que yo no sé ya cómo lo escriba; porque yo he hablado en superlativo grado la gente y la tierra de la Juana, a que ellos llaman Cuba; mas hay tanta diferencia de ellos y de ella a ésta en todo como del día a la noche, ni creo que otro ninguno que esto hubiese visto hubiese hecho ni dijese menos de lo que yo tengo dicho, y digo que es verdad que es maravilla las cosas de acá y los pueblos grandes de esta isla Española, que así la llamé y ellos la llaman Bohío, y todos de muy singularísimo trato amoroso y habla dulce, no como los otros que parece cuando hablan que amenazan, y de buena estatura hombres y mujeres y no negro. Verdad es que todos se tiñen, algunos de negro y otros de otra color, y los más de colorado. He sabido que lo hacen por el sol, que no les haga tanto mal, y las casas y lugares tan hermosos, y con señorío en todos como juez o señor de ellos, y todos le obedecen que es maravilla, y todos estos señores son de pocas palabras y muy lindas costumbres, y su mando es lo más con hacer señas con la mano, y luego es entendido que es maravilla.» Todas son palabras del Almirante. Quien hubiere de entrar en la mar de Santo Tomé, se debe meter una buena legua sobre la boca de la entrada sobre una isleta llana que en el medio hay, que le puso nombre la Amiga, llevando la proa en ella. Y después que llegare a ella con el tiro de una piedra, pase de la parte del Oeste y quédele ella al Este, y se llegue a ella y no a la otra parte, porque viene una restinga muy grande del Oeste, y aun en la mar fuera de ella hay unas tres bajas, y esta restinga se llega a la Amiga un tiro de lombarda, y entremedias pasará y hallará a lo más bajo siete brazas, y cascajos abajo, y dentro hallará puerto para todas las naos del mundo y que estén sin amarras. Otra restinga y bajas vienen de la parte del Este a la dicha isla Amiga, y son muy grandes y salen en la mar mucho y llega hasta el cabo casi dos leguas; pero entre ellas pareció que había entrada a tiro de dos lombardas de la Amiga, y al pie del Monte Garibatan de la parte del Oeste hay un muy buen puerto y muy grande.

Martes, 25 de diciembre, día de Navidad
Navegando con poco viento el día de ayer desde la mar de Santo Tomé hasta la Punta Santa, sobre la cual a una legua estuvo así hasta pasado el primer cuarto, que serían a las once horas de la noche, acordó echarse a dormir, porque había dos días y una noche que no había dormido. Como fuese calma, el marinero que gobernaba la nao acordó irse a dormir, y dejó el gobernario a un mozo grumete, lo que mucho siempre había el Almirante prohibido en todo el viaje, que hubiese visto o que hubiese calma: conviene a saber, que no dejasen gobernar a los grumetes. El Almirante estaba seguro de bancos y de peñas, porque el domingo, cuando envió las barcas a aquel rey, habían pasado al Este de la dicha Punta Santa bien tres leguas y media, y habían visto los marineros toda la costa y los bajos que hay desde la dicha Punta Santa al Este bien tres leguas, y vieron por dónde se podía pasar, lo que todo este viaje no hizo. Quiso Nuestro Señor que a las doce horas de la noche, como habían visto acostar y reposar el Almirante y veían que era calma muerta y la mar como en una escudilla, todos se acostaron a dormir, y quedó el gobernalle en la mano de aquel muchacho, y las aguas que corrían llevaron la nao sobre uno de aquellos bancos. Los cuales, puesto que fuese de noche, sonaban que de una grande legua se oyeran y vieran, y fue sobre él tan mansamente que casi no se sentía. El mozo, que sintió el gobernalle y oyó el sonido de la mar, dio voces, a las cuales salió el Almirante y fue tan presto que aún ninguno había sentido que estuviesen encallados. Luego el maestre de la nao, cuya era la guardia, salió; y díjoles el Almirante a él y a los otros que halasen el batel que traían por popa y tomasen un anda y la echasen por popa, y él con otros muchos saltaron en el batel, y pensaba el Almirante que hacían lo que les había mandado. Ellos no curaron sino de huir a la carabela, que estaba a barlovento media legua. La carabela no los quiso recibir haciéndolo virtuosamente, y por esto volvieron a la nao; pero primero fue a ella la barca de la carabela. Cuando el Almirante vio que se huían y que era su gente, y las aguas menguaban y estaba ya la nao la mar de través, no viendo otro medio, mandó cortar el mástil y alijar de la nao todo cuanto pudieron para ver si podían sacarla; y como todavía las aguas menguasen no se pudo remediar, y tomó lado hacia la mar traviesa, puesto que la mar era poco o nada, y entonces se abrieron los conventos y no la nao. El Almirante fue a la carabela para poner en cobro la gente de la nao en la carabela y, como ventase ya vientecillo de la tierra y también aún quedaba mucho de la noche, ni supiesen cuánto duraban los bancos, temporejó a la corda hasta que fue de día, y luego fue a la nao por de dentro de la restinga del banco. Primero había enviado el batel a tierra con Diego de Arana, de Córdoba, alguacil de la Armada, y Pedro Gutiérrez, repostero de la Casa Real, a hacer saber al rey que los había enviado a convidar y rogar el sábado que se fuese con los navíos a su puerto, el cual tenía su villa adelante obra de una legua y media del dicho banco; el cual como lo supo dicen que lloró, y envió toda su gente de la villa con canoas muy grandes y muchas a descargar todo lo de la nao. Y así se hizo y se descargó todo lo de las cubiertas en muy breve espacio: tanto fue el grande aviamiento y diligencia que aquel rey dio. Y él con su persona, con hermanos y parientes, estaban poniendo diligencia, así en la nao como en la guarda de lo que se sacaba a tierra, para que todo estuviese a muy buen recaudo. De cuando en cuando enviaba uno de sus parientes al Almirante llorando a lo consolar, diciendo que no recibiese pena ni enojo, que él le daría cuanto tuviese. Certifica el Almirante a los Reyes que en ninguna parte de Castilla tan buen recaudo en todas las cosas se pudiera poner sin faltar una agujeta. Mandólo poner todo junto con las casas entretanto que se vaciaban algunas cosas que quería dar, donde se pusiese y guardase todo. Mandó poner hombres armados en rededor de todo, que velasen toda la noche. «El, con todo el pueblo, lloraban; tanto -dice el Almirante-, son gente de amor y sin codicia y convenibles para toda cosa, que certifico a Vuestras Altezas que en el mundo creo que no hay mejor gente ni mejor tierra: ellos aman a sus prójimos como a sí mismos, y tienen un habla la más dulce del mundo y mansa, y siempre con risa. Ellos andan desnudos, hombres y mujeres, como sus madres los parieron. Mas, crean Vuestras Altezas que entre sí tienen costumbres muy buenas, y el rey muy maravilloso estado, de una cierta manera tan continente que es placer de verlo todo, y la memoria que tienen, y todo quieren ver, y preguntan qué es y para qué.» Todo esto dice el Almirante.

Miércoles, 26 de diciembre
Hoy, al salir del sol, vino el rey de aquella tierra que estaba en aquel lugar a la carabela Niña, donde estaba el Almirante, y casi llorando le dijo que no tuviese pena, que él le daría cuanto tenía, y que había dado a los cristianos que estaban en tierra dos muy grandes casas, y que más les daría si fuesen menester, y cuantas canoas pudiesen cargar y descargar la nao, y poner en tierra cuanta gente quisiese; y que así lo había hecho ayer, sin que tomase una migaja de pan ni otra cosa alguna; «tanto -dice el Almirante- son fieles y sin codicia de lo ajeno»; y así era sobre todos aquel rey virtuoso. En tanto que el Almirante estaba hablando con él, vino otra canoa de otro lugar que traía ciertos pedazos de oro, los cuales quería dar por un cascabel, porque otra cosa tanto no deseaban como cascabeles. Que aún no llega la canoa a bordo cuando llamaban y mostraban los pedazos de oro, diciendo chuq chuq por cascabeles, que están en puntos de se tornar locos por ellos. Después de haber visto esto, y partiéndose estas canoas que eran de los otros lugares, llamaron al Almirante y le rogaron que les mandase guardar un cascabel hasta otro día, porque él traería cuatro pedazos de oro tan grandes como la mano. Holgó el Almirante de oír esto, y después un marinero que venía de tierra dijo al Almirante que era cosa de maravilla las piezas de oro que los cristianos que estaban en tierra rescataban por no nada; por una agujeta daban pedazos que serían más de dos castellanos, y que entonces no era nada al respecto de lo que sería dende a un mes. El rey se holgó mucho con ver al Almirante alegre, y entendió que deseaba mucho oro, y díjole por señas que él sabía cerca de allí donde había de ello muy mucho en grande suma, y que estuviese de buen corazón, que él le daría cuanto oro quisiese; y de ello dice que le daba razón, y en especial que lo había en Cipango, a que ellos llamaban Cibao, en tanto grado que ellos no le tienen en nada, y que él lo traería allí, aunque también en aquella isla Española, a quien llaman Bohío, y en aquella provincia Caribata lo había mucho más. El rey comió en la carabela con el Almirante, y después salió con él en tierra, donde hizo al Almirante mucha honra y le dio colación de dos o tres maneras de ajes y con camarones y caza y otras viandas que ellos tenían, y de su pan que llamaban cazabí; dende lo llevó a ver unas verduras de árboles junto a las casas, y andaban con él bien mil personas, todos desnudos. El señor ya traía camisa y guantes que el Almirante le había dado, y por los guantes hizo mayor fiesta que por cosa de las que le dio. En su comer, con su honestidad y hermosa manera de limpieza, se mostraba bien ser de linaje. Después de haber comido, que tardó buen rato estar a la mesa, trajeron ciertas hierbas con que se fregó mucho las manos; creyó el Almirante que lo hacía para ablandarlas, y diéronle aguamanos. Después que acabaron de comer, llevó a la playa al Almirante, y el Almirante envió por un arco turquesco y un manojo de flechas, y el Almirante hizo tirar a un hombre de su compañía, que sabía de ello, y el señor, como no sepa qué sean armas, porque no las tienen ni las usan, le pareció gran cosa; aunque dice que el comienzo fue sobre el habla de los Caniba, que ellos llaman caribes, que los vienen a tomar, y traen arcos y flechas sin hierro, que en todas aquellas tierras no había memoria de él ni de otro metal, salvo de oro y cobre, aunque cobre no había visto sino poco el Almirante. El Almirante le dijo por señas que los Reyes de Castilla mandarían destruir a los caribes y que a todos se los mandarían traer las manos atadas. Mandó el Almirante tirar una lombarda y una espingarda, y viendo el efecto que su fuerza hacían y lo que penetraban, quedó maravillado. Y cuando su gente oyó los tiros cayeron todos en tierra. Trajeron al Almirante una gran carátula que tenía grandes pedazos de oro en las orejas y en los ojos y en otras partes, la cual le dio con otras joyas de oro que el mismo rey había puesto al Almirante en la cabeza y al pescuezo; y a otros cristianos que con él estaban dio también muchas. El Almirante recibió mucho placer y consolación de estas cosas que veía, y se le templó la angustia y pena que había recibido y tenía de la pérdida de la nao, y conoció que Nuestro Señor había hecho encallar allí la nao porque hiciese allí asiento. «Y a esto -dice él- vinieron tantas cosas a la mano, que verdaderamente no fue aquél desastre, salvo gran ventura. Porque es cierto -dice él- que si yo no encallara, que yo fuera de largo sin surgir en este lugar, porque él está metido acá dentro en una grande bahía y en ella dos o tres restingas de bajas, ni este viaje dejara aquí gente, ni aunque yo quisiera dejarla no les pudiera dar tan buen aviamento ni tantos pertrechos ni tantos mantenimientos ni aderezos para fortaleza. Y bien es verdad que mucha gente de ésta que va aquí me habían rogado y hecho rogar que les quisiera dar licencia para quedarse. Ahora tengo ordenado de hacer una torre y fortaleza, todo muy bien, y una grande cava, no porque crea que haya esto menester por esta gente, porque tengo dicho que con esta gente que yo traigo sojuzgaría toda esta isla, la cual creo que es mayor que Portugal, y más gente al doble, mas son desnudos y sin armas y muy cobardes fuera de remedio. Mas es razón que se haga esta torre y se esté como se ha de estar, estando tan lejos de Vuestras Altezas, y porque conozcan el ingenio de la gente de Vuestras Altezas y lo que pueden hacer, porque con amor y temor le obedezcan; y así tendrán tablas para hacer todas las fortalezas de ellas y mantenimientos de pan y vino para más de un año y simientes para sembrar y la barca de la nao y un calafate y un carpintero y un lombardero y un tonelero y muchos entre ellos hombres que desean mucho, por servicio de Vuestras Altezas y me hacer placer, de saber de la mina donde se coge el oro. Así que todo es venido mucho a pelo para que se haga este comienzo; y sobre todo que, cuando encalló la nao fue tan paso que casi no se sintió ni había ola ni viento.» Todo esto dice el Almirante. Y añade más para mostrar que fue gran ventura y determinada voluntad de Dios que la nao allí encallase porque dejase allí gente, que si no fuera por la traición del maestre y de la gente, que eran todos o los más de su tierra, de no querer echar el anda por popa para sacar la nao, como el Almirante los mandaba, la nao se salvara, y así no pudiera saberse la tierra, dice él, como se supo aquellos días que allí estuvo, y adelante por los que allí entendía dejar, porque él iba siempre con intención de descubrir y no parar en parte más de un día si no era por falta de los vientos, porque la nao dice que era muy pesada y no para el oficio de descubrir. Y llevar tal nao dice que causaron los de Palos, que no cumplieron con el Rey y la Reina lo que le habían prometido: dar navíos convenientes para aquella jornada, y no lo hicieron. Concluye el Almirante diciendo que de todo lo que en la nao había no se perdió una agujeta, ni tabla ni clavo, porque ella quedó sana como cuando partió, salvo que se cortó y rajó algo para sacar la vasija y todas las mercaderías, y pusiéronlas todas en tierra y bien guardadas, como está dicho; y dice que espera en Dios que a la vuelta que él entendía hacer de Castilla, había de hallar un tonel de oro que habrían rescatado los que había de dejar y que habrían hallado la mina del oro y la especiería, y aquello en tanta cantidad que los Reyes antes de tres años emprendiesen y aderezasen para ir a conquistar la Casa Santa, «que así -dice él- protesté a Vuestras Altezas que toda la ganancia de esta mi empresa se gastase en la conquista de Jerusalén, y Vuestras Altezas se rieron y dijeron que les placía, y que sin esto tenían aquella gana». Palabras del Almirante.

Jueves, 27 de diciembre
En saliendo el sol, vino a la carabela el rey de aquella tierra, y dijo al Almirante que había enviado por oro y que lo quería cubrir todo de oro antes que se fuese, antes le rogaba que no se fuese; y comieron con el Almirante el rey y un hermano suyo y otro pariente muy privado, los cuales dos le dijeron que querían ir a Castilla con él. Estando en esto, vinieron ciertos indios con nuevas cómo la carabela Pinta estaba en un río al cabo de aquella isla; luego envió el cacique allá una canoa, y en ella el Almirante un marinero, porque amaba tanto al Almirante que era maravilla. Ya entendía el Almirante con cuánta prisa podía por despacharse para la vuelta de Castilla.

Viernes, 28 de diciembre
Para dar orden y prisa en el acabar de hacer la fortaleza y en la gente que en ella había de quedar, salió el Almirante en tierra y parecióle que el rey le había visto cuando iba en la barca; el cual se entró presto en su casa disimulando, y envió a un su hermano que recibiese al Almirante y llevólo a una de las casas que tenía dadas a la gente del Almirante, la cual era la mayor y mejor de aquella villa. En ella le tenían aparejado un estrado de camisas de palma, donde le hicieron asentar. Después el hermano envió un escudero suyo a decir al rey que el Almirante estaba allí, como que el rey no sabía que era venido, puesto que el Almirante creía que lo disimulaba por hacerle mucha más honra. Como el escudero se lo dijo, dio el cacique dice que a correr para el Almirante, y púsole al pescuezo una gran plasta de oro que traía en la mano. Estuvo allí con él hasta la tarde, deliberando lo que había de hacer.

Sábado, 29 de diciembre
En saliendo el sol, vino a la carabela un sobrino del rey muy mozo y de buen entendimiento y buenos hígados (como dice el Almirante); y como siempre trabajase por saber adónde se cogía el oro, preguntaba a cada uno, porque por señas ya entendía algo, y así aquel mancebo le dijo que a cuatro jornadas había una isla al Este que se llama Guarionex, y otras que se llamaban Mocorix y Mayonic y Fuma y Cibao y Coroay, en las cuales había infinito oro, los cuales nombres escribió el Almirante; y supo esto que le había dicho un hermano del rey, y riñó con él, según el Almirante entendió. También otras veces había el Almirante entendido que el rey trabajaba porque no entendiese dónde nacía y se cogía el oro, porque no lo fuese a rescatar o comprar a otra parte. «Mas es tanto y en tantos lugares y en esta misma isla Española -dice el Almirante-, que es maravilla.» Siendo ya de noche le envió el rey una gran carátula de oro, y envióle a pedir un bacín para mandar hacer otro, y así se lo envió.

Domingo, 30 de diciembre
Salió el Almirante a comer a tierra, y llegó a tiempo que habían venido cinco reyes sujetos a aqueste que se llamaba Guacanagarí, todos con sus coronas, representando muy buen estado, que dice el Almirante a los Reyes que Sus Altezas hubieran placer de ver la manera de ellos. En llegando en tierra, el rey vino a recibir al Almirante, y lo llevó de brazos a la misma casa de ayer, donde tenía un estrado y sillas en que asentó al Almirante; y luego se quitó la corona de la cabeza y se la puso al Almirante, y el Almirante se quitó del pescuezo un collar de buenos alaqueques y cuentas muy hermosas de muy lindos colores, que parecía muy bien en toda parte, y se lo puso a él, y se desnudó un capuz de fina grana, que aquel día se había vestido, y se lo vistió, y envió por unos borceguíes de color que le hizo calzar, y le puso en el dedo un grande anillo de plata, porque habían dicho que vieron una sortija de plata a un marinero y que había hecho mucho por ella. Quedó muy alegre y muy contento, y dos de aquellos reyes que estaban con él vinieron adonde el Almirante estaba con él y trajeron al Almirante dos grandes plastas de oro, cada uno la suya. Y estando así vino un indio diciendo que había dos días que dejara la carabela Pinta al Este en un puerto. Tornóse el Almirante a la carabela, y Vicente Yáñez, capitán de ella, afirmó que había visto ruibarbo y que lo había en la isla Amiga, que está a la entrada de la mar de Santo Tomé, que estaba seis leguas de allí, y que había conocido los ramos y raíz. Dicen que el ruibarbo echa unos ramitos fuera de tierra y unos frutos que parecen moras verdes casi secas, y el palillo que está cerca de la raíz es tan amarillo y tan fino como la mejor color que puede ser para pintar, y debajo de la tierra hace la raíz como una grande pera.

Lunes, 31 de diciembre
Aqueste día se ocupó en mandar tomar agua y leña para la partida a España por dar noticia presto a los Reyes para que enviasen navíos que descubriesen lo que quedaba por descubrir, porque ya «el negocio parecía tan grande y de tanto tomo que es maravilla», dijo el Almirante. Y dice que no quisiera partirse hasta que hubiere visto toda aquella tierra que iba hacia el Este y andaría toda por la costa, por saber también dice que el tránsito de Castilla a ella, para traer ganados y otras cosas. Mas, como hubiese quedado con un solo navío, no le parecía razonable cosa ponerse a los peligros que le pudieran ocurrir descubriendo. Y quejábase que todo aquel mal e inconveniente haberse apartado de él la carabela Pinta.

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