"No hay decisiones buenas y malas, solo hay decisiones y somos esclavos de ellas." (Ntros.Ant.)

viernes, 2 de abril de 2010

REFLEXIONES SOBRE JESUS - PARTE III (b): EL DOCUMENTO Q Y LA FECHA DE REDACCION DE LOS EVANGELIOS

REFLEXIONES SOBRE JESUS
PARTE III (b)
EL DOCUMENTO Q Y LA FECHA DE
REDACCIÓN DE LOS EVANGELIOS

Por César Vidal Manzanares

La datación de los Evangelios ha experimentado en las últimas décadas un progresivo retroceso en lo que a su localización en el tiempo se refiere. Si durante el s. XIX era común situar la misma en el s. II (en el caso de Juan incluso en la segunda mitad del s. II), hoy en día existe una práctica unanimidad en colocarla durante el s. I. Las fechas habituales serían el año 60–65 d. de C. Para Marcos (en cualquier caso antes del 70 d. de C.); entre el 70 y el 90 para Mateo y Lucas, y entre el 90 y el 100 para Juan. Aunque esta postura es, hoy por hoy, mayoritaria ha comenzado a ser desafiada muy consistentemente desde hace poco más de una década y, a nuestro juicio, debería ser revisada. En este apéndice expondremos, de manera forzosamente somera, la que, a nuestro juicio, sería una datación de los Cuatro Evangelios más acorde con la evidencia histórica.
Puesto que el Evangelio de Marcos es comúnmente aceptado como redactado antes del 70 d. de C. Dejaremos su discusión para el final.
Empezaremos por el Evangelio de Lucas. Lucas forma parte de un interesantísimo díptico compuesto por este Evangelio y los Hechos de los Apóstoles. Existe una unanimidad prácticamente total en aceptar que ambas obras pertenecieron al mismo autor y que, por supuesto, Lucas fue escrito con anterioridad, como se indica en los primeros versículos del libro de los Hechos. Partiendo de la datación de éste, sin embargo, debemos situar la redacción de Lucas antes del año 70 d. de C.
Al menos desde el siglo II el Evangelio –y consecuentemente el libro de los Hechos– se atribuyó a un tal Lucas. Referencias a este personaje que supuestamente fue médico aparecen ya en el Nuevo Testamento (Colosenses 4, 14; Filemón 24; 2 Timoteo 4, 11). La lengua y el estilo del Evangelio no permiten en sí rechazar o aceptar esta tradición de manera indiscutible. El británico Hobart (1) intentó demostrar que en el vocabulario del Evangelio aparecían rasgos de los conocimientos médicos del autor vg: 4, 38; 5, 18 y 31; 7, 10; 13, 11; 22, 14, etc. Ciertamente el texto lucano revela un mayor conocimiento médico que los de los autores de los otros tres evangelios pero no parece que podamos ir más allá. Los mismos términos pueden hallarse en autores de cierta formación cultural como Josefo o Plutarco.
Por otro lado, el especial interés del tercer evangelio hacia los paganos sí que encajaría en el supuesto origen gentil del médico Lucas.
Desde nuestro punto de vista, sostenemos la opinión de O. Cullmann de que “no tenemos razón de peso para negar que el autor pagano–cristiano sea el mismo Lucas, el compañero de Pablo”, (2) aunque tampoco existan razones para afirmarlo con dogmatismo. Como veremos más adelante la datación posible del texto abona aún más esta posibilidad. En cuanto a ésta, mayoritariamente se sostiene hoy una fecha para la redacción de los Hechos que estaría situada entre el 80 y el 90 d. C. De hecho, las variaciones al respecto son mínimas. Por mencionar sólo algunos de los ejemplos diremos que N. Perrin ha señalado el 85 con un margen de cinco años arriba o abajo; (3) E. Lohse indica el 90 d. C.; (4) P. Vielhauer una fecha cercana al 90 (5) y O. Cullmann aboga por una entre el 80 y el 90. (6)
El “terminus ad quem” de la fecha de redacción de la obra resulta fácil de fijar por cuanto el primer testimonio externo que tenemos de la misma se halla en la Epistula Apostolorum, fechada en la primera mitad del siglo II. En cuanto al “terminus a quo” ha sido objeto de mayor controversia. Para algunos autores debería ser el 95 d. de C., basándose en la idea de que Hechos 5, 36ss depende de Josefo (Ant XX, 97ss). Tal dependencia, señalada en su día por E. Schürer, resulta más que discutible, aunque haya sido sostenida por algún autor de talla.(7) Hoy en día puede considerarse abandonada de manera casi general. (8)
Tampoco son de más ayuda las tesis que arrancan de la no utilización de las cartas de Pablo y más si tenemos en cuenta que llegan a conclusiones diametralmente opuestas. A la de que aún no existía una colección de las cartas de San Pablo (con lo que el libro se habría escrito en el s. I y
posiblemente, en fecha muy temprana), (9) se opone la de que el autor ignoró las cartas conscientemente (con lo que cabría fechar la obra entre el 115 y el 130 d. de C.). Ahora bien, la aceptación de esta segunda tesis supondría una tendencia en el autor a minusvalorar las cartas paulinas a favor de una glorificación del apóstol, lo que, como ha señalado P. Vielhauer, (10) parece improbable y, por el contrario, hace que resulte más verosímil la primera
tesis.
A todo lo anterior que obliga a fijar una fecha en el siglo I (algo no discutido hoy prácticamente por nadie) hay que añadir el hecho de que aparecen algunos indicios internos que fuerzan a reconsiderar la posibilidad de que Lucas y los Hechos fueran escritos antes del año 70 d. de C. La primera de estas razones es la circunstancia de que Hechos concluye con la llegada de Pablo a Roma. No aparecen menciones de su proceso ni de la persecución neroniana ni, mucho menos, de su martirio. A esto se añade la particularidad de que el poder romano es contemplado con aprecio (aunque no con adulación) en los Hechos, y la atmósfera que se respira en la obra no parece presagiar ni una persecución futura ni tampoco el que se haya atravesado por la misma unas décadas antes. No parece que el conflicto con el poder romano haya hecho su aparición en el horizonte antes de la redacción de la obra. De hecho, el relato de Apocalipsis – conectado con una persecución imperial – presenta ya una visión de Roma muy diversa y nada positiva, en la que el Imperio es retratado con características brutales (Apocalipsis 13, 1 ss). Esta circunstancia parece, pues, abogar por una fecha para los Hechos situada a inicios de los 60, desde luego, más fácilmente ubicable antes que después del año 70 d. de C. Como ha indicado B. Reicke, (11) “la única explicación razonable para el abrupto final de los Hechos es la asunción de que Lucas no sabía nada de los sucesos posteriores al año 62 cuando escribió sus dos libros”.
En segundo lugar, aunque Santiago, el hermano del Señor, fue martirizado en el año 62 por sus compatriotas judíos, el suceso no es recogido por los Hechos. Sabida es la postura de Lucas hacia la clase sacerdotal y religiosa judía. Relatos como el de la muerte de Esteban, la ejecución del otro Santiago, la persecución de Pedro o las dificultades ocasionadas a Pablo por sus antiguos correligionarios que se recogen en los Hechos hacen extremadamente difícil justificar la omisión de este episodio y más si tenemos en cuenta que permitiría presentar a los judíos (y no a los romanos) como enemigos del Evangelio, puesto que el asesinato se produjo en la ausencia transitoria de procurador romano que tuvo lugar a la salida de Festo. Cabría esperar que la muerte de Santiago, del que los Hechos presentan una imagen conciliadora, positiva y práctica, fuera recogida por Lucas. Aboga también a favor de esta tesis el hecho de que un episodio así se podría haber combinado con un claro efecto apologético. En lugar de ello, sólo tenemos el silencio, algo que sólo puede explicarse de manera lógica si aceptamos que Lucas escribió antes de que se produjera el mencionado hecho, es decir, con anterioridad del año 62 d. de C.
En tercer lugar, los Hechos no mencionan en absoluto un episodio que –como tendremos ocasión de ver más adelante– jugó un papel esencial en la controversia judeo–cristiana. Nos referimos a la destrucción de Jerusalén y la subsiguiente desaparición del Segundo Templo. Este hecho sirvió para corroborar buena parte de las tesis sostenidas por la primitiva Iglesia y, efectivamente, fue utilizado repetidas veces por autores cristianos en su controversia con judíos. Precisamente por eso se hace muy difícil admitir que Lucas omitiera el recurso a un argumento tan aprovechable desde una perspectiva apologética. Pero aún más incomprensible resulta esta omisión si tenemos en cuenta que Lucas acostumbra a mencionar el cumplimiento de las profecías cristianas para respaldar la autoridad espiritual de este movimiento espiritual. Un ejemplo de ello es la forma en
que narra el caso concreto de Agabo como prueba de la veracidad de los vaticinios cristianos (Hechos 11, 28). El que pudiera citar a Agabo y silenciara el cumplimiento de una supuesta profecía de Jesús –y, como veremos más adelante, no sólo de él– acerca de la destrucción del Templo, sólo puede explicarse, a nuestro juicio, por el hecho de que ésta última aún no se había producido, lo que nos sitúa, inexcusablemente, en una fecha de redacción anterior al año 70 d. de C. Lógicamente, por lo tanto, si Hechos se escribió antes del 62 d. de C., aún más antigua tiene que ser la fecha de redacción del Evangelio de Lucas. La única objeción, aparentemente de peso, para oponerse a esa tesis es que, supuestamente, la descripción de la destrucción del Templo que se encuentra en Lucas 21 tuvo que escribirse con posterioridad al hecho, siendo así un “vaticinum ex eventu”.
Lo cierto, sin embargo, es que tal afirmación es, a nuestro juicio, muy dudosa por las siguientes razones:
1. Los antecedentes judíos veterotestamentarios en relación a la destrucción del Templo (Ezequiel 40–48; Jeremías, etc.).
2. La coincidencia con pronósticos contemporáneos en el judaísmo anterior al 70 d. de C. (vg: Jesús, hijo de Ananás en Guerra, VI, 300– 09).
3. La simplicidad de las descripciones en los Sinópticos que hubieran sido, presumiblemente, más prolijas de haberse escrito tras la destrucción de Jerusalén.
4. El origen terminológico de las descripciones en el Antiguo Testamento.
5. La acusación formulada contra Jesús en relación con la destrucción del templo (Marcos 4, 55ss)
6. Las referencias en Q –que se escribió antes del 70 d. de C.– a una destrucción del Templo
No hay nada en Lucas que nos obligue a datarlo después del año 70 d. de C. y, por las razones expuestas, lo más posible es que se escribiera antes del 62 d. de C. De hecho, ya en su día, C. H. Dodd (“The Fall of Jerusalem and the Abomination of Desolation”, en Journal of Roman Studies, 37, 1947, pgs. 47–54) señaló que el relato de los Sinópticos no arrancaba de la destrucción realizada por Tito sino de la captura de Nabucodonosor en 586 a. de C. Y afirmó que “no hay un solo rasgo de la predicción que no pueda ser documentado directamente a partir del Antiguo Testamento”. Con anterioridad, C. C. Torrey (Documents of the primitive church, 1941, pgs. 20 ss), había indicado asimismo la influencia de Zacarias 14, 2 y otros pasajes en el relato lucano sobre la futura destrucción del Templo. Asimismo, N. Geldenhuys, (The Gospel Of Luke, Londres, 1977, pgs. 531 ss), ha señalado la posibilidad de que Lucas utilizara una versión previamente escrita del Apocalipsis sinóptico que recibió especial actualidad con el intento del año 40 d. C. de colocar una estatua imperial en el Templo y de la que habría ecos en II Tesalonicenses 2. (12)
Concluyendo, pues, podemos señalar que, aunque hasta la fecha, la datación de Lucas y Hechos entre el 80 y el 90 es mayoritaria, existen a nuestro juicio argumentos de signo fundamentalmente histórico que obligan a cuestionarse este punto de vista y a plantear seriamente la posibilidad de que la obra fuera escrita en un periodo anterior al año 62 en que se produce la muerte de Santiago, auténtico “terminus ad quem” de la obra. De ello se desprende asimismo –como se percibe asimismo en Q– que Jesús efectivamente, pronunció oráculos prediciendo la destrucción del Templo.
No nos parece por ello sorprendente que el mismo A. Von Harnack llegara a esta conclusión al final de su estudio sobre el tema fechando los Hechos en el año 62 (13) y que, a través de caminos distintos, la misma tesis haya sido señalada para el Evangelio de Lucas (14) o el conjunto de los sinópticos por otros autores (15).
Mateo (16) recoge, indudablemente, una lectura judeo–cristiana de la vida y la enseñanza de Jesús. Como hemos señalado, su datación suele situarse en alguna fecha en torno al 80 d. de C. Pero la base para afirmar tal cosa es, como en el caso de Lucas, la presuposición –insostenible por las razones ya señaladas– de que la predicción de Jesús sobre la destrucción del Templo es un “vaticinium ex eventu”. (17) Como Lucas, Mateo utilizó Q e igualmente podría ser datado antes del 70 d. de C., por las mismas razones ya aducidas (salvo la relacionada con el libro de los Hechos). Aunque, seguramente, no fue redactado en Palestina, una antigua tradición conecta a su autor –al menos en parte– con el apóstol del mismo nombre.
La cuestión de la datación parece agudizarse aún más en relación con el denominado Cuarto Evangelio, el de Juan. (18) En relación con el autor, la cuestión de la evidencia externa ha sido considerablemente tratada en comentarios como los de Barrett, Beasley–Murray, Brown y Schnackenburg, autores todos ellos que niegan que el mismo haya sido Juan, el hijo de Zebedeo. El primero en haber conectado el Cuarto Evangelio con el mencionado personaje parece haber sido Ireneo (Adv. Haer, 3, 1, 1), citado por Eusebio (HE, 5, 8, 4), que cita como fuente de su afirmación al mismo Policarpo. El testimonio, sin lugar a dudas, reviste una cierta importancia, pero no es menos cierto que no deja de presentar inconvenientes para su aceptación. En primer lugar, no deja de ser extraño que otra literatura relacionada con Éfeso (vg: la Epístola de Ignacio a los Efesios) omita la supuesta relación entre el apóstol Juan y esta ciudad. Por otro lado, cabe la posibilidad de que Ireneo hubiera experimentado una confusión en relación con la noticia que recibió de Policarpo. Así, Ireneo señala que Papías fue oyente de Juan y compañero de Policarpo (Adv. Haer, 5, 33, 4) pero, de acuerdo al testimonio de Eusebio (HE 3, 93, 33), Papías fue, en realidad, oyente de Juan el presbítero –que aún vivía en los días de Papías (HE 3, 39, 4)– y no del apóstol. Cabe, pues, la posibilidad de que ése fuera el mismo Juan al que se refirió Policarpo.
Finalmente, otras referencias a una autoría de Juan el apóstol en fuentes cristianas revisten un carácter lo suficientemente tardío o legendario como para cuestionarlas, sea el caso de Clemente de Alejandría, trasmitido por Eusebio (HE 6, 14, 17), o el del Canon de Muratori (c. 180– 200). La tradición existía, es cierto, a mediados del s. II pero no parece del todo concluyente.
En cuanto a la evidencia interna, el Evangelio recoge referencias que podríamos dividir en las relativas a su redacción y las relacionadas con el Discípulo amado. Las noticias recogidas en 21, 24 y 21, 20 podrían identificar al redactor inicial con el Discípulo amado, (19) o, tal vez, como la
fuente principal de las tradiciones recogidas en el mismo, pero, una vez más, queda en penumbra si ésta es una referencia a Juan, el apóstol.
Hay referencias al Discípulo amado en 13, 23; 19, 26–27; 20, 1–10 y 21, 7 y 20–4. Cabe la posibilidad asimismo de que los pasajes de 18, 15– 16; 19, 34–7 y quizá, 1, 35–6, estén relacionados con el mismo. Resulta obvio que el Evangelio en ningún momento identifica por nombre al Discípulo amado –ni tampoco a Juan el apóstol, dicho sea de paso– y si en la Última Cena sólo hubieran estado presentes los Doce, obviamente el Discípulo amado tendría que ser uno de ellos, pero tal dato dista de ser totalmente seguro.
Con todo, no se puede negar de manera dogmática la posibilidad de que el Discípulo fuera Juan, el apóstol, e incluso existen algunos argumentos que parecen favorecer tal posibilidad. Sumariamente, los mismos pueden quedar resumidos de la manera siguiente:
1. La descripción del ministerio galileo tiene una enorme importancia en Juan, hasta tal punto de que la misma palabra “Galilea” aparece más veces en este Evangelio que en ningún otro (ver, especialmente: 7, 1–9).
2. Cafarnaum recibe un énfasis muy especial (2, 12; 4, 12; 6, 15) en contraste con lo que otros Evangelios denominan el lugar de origen de Jesús (Mateo 13, 54; Lucas 4, 16). La misma sinagoga de Cafarnaum es mencionada más veces que en ningún otro Evangelio.
Tanto en el caso de 1 como de 2, nos encontramos ante circunstancias que encajan a la perfección con Juan, el de Zebedeo, toda vez que él no sólo era galileo sino que además vivía en Cafarnaum (1, 19; 5, 20).
3. El Evangelio de Juan se refiere asimismo al ministerio de Jesús en Samaria (c. 4), algo que resulta natural si tenemos en cuenta la conexión de Juan, el de Zebedeo, con la evangelización judeo– cristiana de Samaria (Hechos 8, 14–17). Este nexo ha sido advertido por diversos autores con anterioridad (20) y reviste, en nuestra opinión, una importancia fundamental.
4. Juan formaba parte del grupo de tres (Pedro, Santiago y Juan) más próximo a Jesús. Resulta un tanto extraño que un discípulo supuestamente tan cercano a Jesús como el Discípulo Amado, de no tratarse de Juan, no aparezca siquiera mencionado en otras fuentes.
5. Las descripciones del Jerusalén anterior al 70 d. de C., encajan con lo que sabemos de la estancia de Juan en esta ciudad después de Pentecostés. De hecho, los datos suministrados por Hechos 1, 13–8, 25, y por Pablo (Gálatas 2, 1–10) señalan que Juan estaba en la ciudad de forma prácticamente permanente antes del año 50 d. de C.
6. Juan es uno de los dirigentes judeo–cristianos que tuvo contacto con la Diáspora, al igual que Pedro y Santiago (Santiago 1, 1; I Pedro 1, 1; Juan 7, 35; I Corintios 9, 5) lo que encajaría con algunas de las noticias contenidas en fuentes cristianas posteriores en relación con
el autor del Cuarto Evangelio.
7. El Evangelio de Juan procede de un testigo que se presenta como ocular, lo que de nuevo encajaría con Juan, el de Zebedeo.
8. El vocabulario y el estilo del Cuarto Evangelio señalan a una persona cuya lengua primera era el arameo y que escribía en un griego correcto pero con aramismos, todas ellas circunstancias que encajan con Juan, el hijo de Zebedeo.
9. El trasfondo social de Juan, el de Zebedeo, encaja perfectamente con lo que cabría esperar de un “conocido del sumo sacerdote” (Juan 18, 15). De hecho, la madre de Juan pudo ser una de las mujeres que servía a Jesús “con sus posesiones” (Lucas 8, 3), al igual que la de Juza, administrador de las finanzas de Herodes. Igualmente sabemos que contaba con asalariados a su cargo (Marcos 1, 20). Quizá algunos miembros de la aristocracia sacerdotal lo podrían mirar con
desprecio por ser un laico (Hechos 4, 13), pero el personaje debió distar mucho de ser mediocre a juzgar por la manera tan rápida en que se convirtió en uno de los primeros dirigentes de la comunidad jerosimilitana, sólo detrás de Pedro (Gálatas 2, 9; Hechos 1, 13; 3, 1; 8, 14; etc.).
De no ser pues, Juan, el de Zebedeo, el autor del Evangelio –y pensamos que la evidencia a favor de tal posibilidad no es, en absoluto, pequeña– tendríamos que conectarlo con algún discípulo cercano a Jesús (por ejemplo, como los mencionados en Hechos 1, 21 ss) que contaba con un peso considerable dentro de las comunidades judeo–cristianas de Palestina.
En relación con la datación de esta obra, no puede dudarse de que el consenso ha sido casi unánime en las últimas décadas. Generalmente los críticos conservadores databan la obra en torno a finales del s. I o inicios del s. II, mientras que los radicales, como Baur, la situaban hacia el 170 d. de C. Uno de los argumentos utilizados como justificación de esta postura era leer en Juan 5, 43 una referencia a la rebelión de Bar Kojba. El factor determinante para refutar esta datación tan tardía fue el descubrimiento en Egipto del p.52, perteneciente a la última década del s. I o primera del s. II donde aparece escrito un fragmento de Juan. Esto sitúa la fecha de redacción en torno al 90–100 d. de C. como máximo. Con todo, existen, a juicio de varios estudiosos, razones considerables para datar el Evangelio en una fecha anterior.
Posiblemente, el punto de arranque de esta revisión de la fecha quepa situarlo en relación con los estudios de C. H. Dodd sobre este Evangelio.(21)
Aunque este autor siguió todavía la corriente de datar la obra entre el 90 y el 100, atribuyéndola a un autor situado en Éfeso, reconoció, sin embargo, que el contexto del Evangelio está referido a condiciones “presentes en Judea antes del año 70 d. de C., y no más tarde, ni en otro lugar”. (22) De hecho, la obra es descrita como “difícilmente inteligible” (23) fuera de un contexto puramente judío anterior a la destrucción del Templo e incluso a la rebelión del 66 d. de C.
Pese a estas conclusiones, C. H. Dodd sustentó la opinión en boga alegando que Juan 4, 53 era una referencia a la misión gentil y que el Testimonio de Juan recordaba la situación en Éfeso en Hechos 18, 24–19, 7. Ambas tesis son, desde nuestro punto de vista, insostenibles. El pasaje de Juan 4, 53 es muy discutible que tenga la connotación que dio Dodd, pero aunque así fuera, lo cierto es que la misión entre los gentiles fue asimismo previa al 66 d. de C. En cuanto a la noticia de Hechos 18 y 19, debe recordarse que narra sucesos acontecidos también antes del 66 d. de C. En realidad, existen a nuestro juicio elementos que hacen pensar en una datación anterior al 70 d. de C. De manera somera, los mismos pueden resumirse así:
1. La cristología resulta muy primitiva. Jesús es descrito como “profeta y rey” (6, 14 ss)M “profeta y mesías” (7, 40–2); “profeta” (4, 19 y 9, 17); “mesías” (4, 25); “hijo del hombre” (5, 27) y “maestro de Dios” (3, 2). Aunque, ciertamente, Juan hace referencia a la preexistencia del Verbo, tal concepto está presente asimismo en Q –que identifica a Jesús con la Sabiduría eterna– y, como veremos, en la tercera parte de nuestro estudio, en la generalidad del judeo–cristianismo palestino anterior a Jamnia.
2. El trasfondo –como ya se percató Dodd– sólo encaja en el mundo judío palestino anterior al 70 d. de C.
3. La única referencia que, aparentemente situaría el Evangelio tras el año 70 d. de C. es la noticia en relación con la expulsión de las sinagogas de algunos cristianos (Juan 9, 34 ss; 16, 2). Para algunos autores, tal circunstancia está conectada con el birkat ha–minim, al que nos referimos en la segunda parte de nuestro estudio, e indicaría una redacción posterior al 80 d. de C. (24) Lo cierto, sin embargo, es que utilizar el argumento de la persecución para dar una fecha tardía de redacción de los Evangelios no parece que pueda ser de recibo desde el estudio realizado al respecto por D. R. A. Hare. (25) De hecho, tal medida fue utilizada ya contra Jesús (Lucas 4, 29); Esteban (Hechos 7, 58); y Pablo (Hechos 13, 50), con anterioridad al año 66
d. de C.
4. No hay referencias a los gentiles en el Evangelio (aunque sí las hay en Q que es anterior al 70 d. de C.). Tal circunstancia obliga a datar el Evangelio en una fecha muy temprana, cuando tal posibilidad tenía poca relevancia, y, desde luego, resulta imposible de encajar en un contexto efesino como el sostenido por algunos autores.
5. Los saduceos tienen una enorme importancia en el Evangelio. De hecho, se sigue reconociendo el papel profético del Sumo sacerdote (Juan 11, 47 ss). Todo ello carecería de sentido tras el 70 d. de C. – to St. Matthew, Cambridge, 1967, pgs. 48–56. no digamos ya tras Jamnia– dada la forma en que este segmento de la vida religiosa judía se eclipsó con la destrucción del Templo.
6. No hay referencias a la destrucción del Templo. Por el contrario, la profecía sobre la destrucción del Templo atribuída a Jesús (2, 19) no sólo no se conecta con los sucesos del año 70, sino tampoco con los del 30 d. de C. En un evangelio donde la animosidad de los dirigentes de la vida cúltica está tan presente –algo con paralelos en los datos suministrados por el libro de los Hechos en relación con Juan– tal ausencia resulta inexplicable si es que, efectivamente, el Evangelio se escribió después después del año 70 d. de C.
7. Los detalles topográficos son anteriores al 70 d. de C. y rigurosamente exactos. (26) No sólo revelan los mismos conocimientos extraordinarios de la Jerusalén anterior al 70 d. de C., sino que
además considera que la misma no “fue” así, sino que “es” así (4, 6; 11, 18; 18, 1; 19, 41). Una vez más la ausencia de referencias a lo acontecido en el 70 d. de C. resulta especialmente reveladora.
8. El discípulo está vivo en una época en que debería esperarse su muerte. Generalmente, esta circunstancia –recogida en el c. 21– ha sido utilizada para justificar una fecha tardía de la fuente, y más teniendo en cuenta que presupone la muerte de Pedro (21, 18–23) en la cruz (comp.. con 12, 33 y 18, 32). Tal interpretación presupone ir más allá de lo que dice la fuente, que sólo nos indica una fecha posterior al 65 d. de C. De hecho, y viendo el contexto histórico, preguntarse si el Discípulo amado (y más si se trataba de Juan) iba a sobrevivir hasta la venida de Jesús resultaba lógico. Santiago había muerto en el 62 d. de C.; Pedro en el 65; Pablo algo después. Es
lógico que muchos pensaran que la Parusía podía estar cercana y que quizá, el Discípulo Amado viviría hasta la misma. Éste no era de la misma opinión. Jesús no les había dicho eso a él y a Pedro, sino que Pedro debía seguirlo sin importar lo que sucediera al primero (Juan 21, 21 ss). Ahora Pedro había muerto (65 d. de C.) pero nada indicaba que, por ello, la Parusía estuviera cerca. Una vez más, la destrucción del Templo en el 70 d. de C. no es mencionada. Por lo tanto, desde nuestro punto de vista, lo más razonable es suponer que la conclusión de Juan se escribió en una fecha situada entre el 65 y el 66 d. de C., siendo esta última o bien obra de él o bien de algún discípulo suyo. El contexto resulta, igualmente a nuestro juicio, claramente judeo–cristiano y palestino. En cuanto al resto del Evangelio, sin duda, es anterior al 65 d. de C., pero, con seguridad, posterior a la misión samaritana de los 30 y quizá anterior a las grandes misiones entre los gentiles de los 50 d. de C.
La acumulación de todo este tipo de circunstancias explica el que un buen número de especialistas haya situado la redacción del Evangelio con anterioridad al 70 d. de C., (27) así como los intentos, poco convincentes en nuestra opinión, de algunos autores encaminados a no pasar por alto la solidez de estos argumentos y, a la vez, conjugarlos con una datación tardía
del Evangelio. Estas interpretaciones chocan, a nuestro juicio, con el inconveniente principal de no responder a los argumentos arriba señalados, fundamentalmente, en relación con el trasfondo histórico. (28) En cuanto a Marcos (29) –que, muy posiblemente, recoge la predicación petrina– es un evangelio dirigido fundamentalmente a los gentiles y, casi con toda seguridad, forjado en un medio gentil que pudo ser Roma o, secundariamente, Alejandría. Como ya indicamos, se suele admitir de manera prácticamente unánime que fue escrito con casi absoluta certeza antes del año 70 d. de C.
De lo anterior, pese a lo sucinto de la exposición, deberíamos desprender que la redacción de los Evangelios que aparecen en el Nuevo Testamento deberíamos situarla con anterioridad al 70 d. de C. No sólo su propia evidencia interna obliga a pensar en esa posibilidad, sino que el único argumento existente para datarlos con posterioridad a la destrucción del Templo (la profecía sobre la misma pronunciada por Jesús interpretada como “vaticinium ex eventu”) no sólo carece de la consistencia que aparenta tener, sino que además ese mismo anuncio ya aparece en Q que se redacto, con toda seguridad, antes del 70 d. de C.

Notas:
(1) W. K. Hobart, The Medical Language of Saint Luke, Dublín, 1882, pgs. 34–7. En el mismo sentido se definió A. Harnack, Lukas der Arzt, Leipzig, 1906.
(2) O. Cullmann, El Nuevo Testamento, Madrid, 1971, pg. 55
(3) Ver: N. Perrin, The New Testament, N. York, 1974, pgs. 195ss.
(4) E. Lohse, Introducción al Nuevo Testamento, Madrid, 1975, pgs. 167ss.
(5) P. Vielhauer, O.c, c. VII.
(6) O. Cullmann, O.C, pg. 77
(7) Ver: F. C. Burkitt, The Gospel History and its Transmission, Edimburgo, 1906. pgs. 109ss.
(8) Ver: F. J. Foakes Jackson, The Acts of the Apostles, Londres, 1931, XIV ss; W Kümmel, O.c., pg. 186; G. W. H. Lampe, PCB, pg. 883; T. W. Manson, Studies in the Gospels and Epistles, Manchester, 1962, pgs. 64 ss. Posíblemente el debelamiento de esta tesis quepa atribuirlo a A. Harnack, Date of Acts and the synoptic Gospels, Londres, 1911, c. 1.
(9) En este sentido, ver: W. Kümmel, O.c, pg. 186 y T. Zahn, O.c, III, pgs. 125 ss.
(10) Ver, P. Vielhauer, O.c., c. VII.
(11) Ver: B. Reicke, “Synoptic Prophecies on the Destruction of Jerusalem” en D. W. Aune (ed.), Studies in the New Testament and Early Christian Literature: Essays in Honor of Allen P. Wikgren, Leiden, 1972, p. 134.
(12) A favor también de la veracidad de la profecía sobre la destrucción de Jerusalén y el Templo, recurriendo a otros argumentos, ver: G. Theissen, Studien zur sociologie des Urchristentums, Tubinga, 1979, c. III; B. H. Young, Jesus and His Jewish Parables, Nueva York, 1989, pgs. 282 ss; R. A. Guelich, “Destruction of Jerusalem” en DJG, Leicester, 1992; C. Vidal Manzanares, “Jesús” en Diccionario de las Tres religiones, Madr, 1993.
(13) Ver, A. Harnack, Date..., pgs 90–135
(14) No mencionamos aquí –aunque sus conclusiones son muy similares– las tesis de la escuela jerosimilitana de los sinópticos (R. L. Lindsay, D. Flusser, etc.) que apuntan a considerar el Evangelio de Lucas como el primero cronológicamente de todos, ver: R. L. Lindsay; A Hebrew Translation of the Gospel of Mark, Jerusalén, 1971. En nuestra opinión, la tesis dista de estar demostrada de una manera indiscutible, pero la sólida defensa que se ha hecho de la misma obliga a plantearse su estudio de manera ineludible. Un estudio reciente de la misma en B. H. Young, Jesús and His Jewish Parables, Nueva York, 1989.
(15) Ver: J. B. Orchard, “Thessalonians and the Synoptic Gospels” en Bb, 19, 1938, pgs. 19–42 (fecha Mateo entre el 40 y el 50, dado que Mateo 23, 31–25, 46 parece ser conocido por Pablo); Idem, Why Three Synoptic Gospels, 1975, fecha Lucas y Marcos en los inicios de los años 60 d. C.; B. Reicke, O.c, p. 227 sitúa también los tres sinópticos antes del año 60. En un sentido similar, J. A. T. Robinson, Redating the New Testament, Filadelfia, 1976, pgs. 86 ss.
(16) Acerca de Mateo con bibliografía y discusión de las diferentes posturas, ver: D. A. Carson, Matthew, Grand Rapids, 1984; R. T. France, Matthew, Grand Rapids, 1986; Idem, Matthew: Evangelist and Teacher, Grand Rapids, 1989, W. D. Davies and D. C. Allison, Jr, A Critical and exegetical Commentary on the Gospel According to Saint Matthew, Edimburgo, 1988; U. Luz, Matthew 1–7, Minneapolis, 1989.
(17) Una discusión detallada del tema en J. A. T. Robinson, Redating..., pgs 86ss.
(18) Para este Evangelio con bibliografía y exposición de las diferentes posturas, ver: R. Bultmann, The Gospel of John, Filadelfia, 1971; C. K. Barrett, The Gospel According to St. John, Filadelfia, 1978; R. Snackenburg, The Gospel According to St. John, 3 vols, Nueva York, 1980–82; F. F. Bruce, The Gospel of John, Grand Rapids, 1983; G. R. Beasley–Murray, John, Waco, 1987.
(19) De hecho, resulta muy posible que quien escribió, al menos 21, 24–25 no escribió el resto del evangelio, de cuya autenticidad aparece como garante
(20) Este punto ha sido estudiado en profundidad por diversos autores. Al respecto, ver: J. Bowman, “Samarian Studies: I. The Fourth Gospel and the Samaritans” en BJRL, 40, 1957–8, pgs. 298–327; W. A. Meeks, The Prophet–King: Moses Traditions and the Johannine Christology, Leiden, 1967; G. W. Buchanan, “The Samaritan Origin of the Gospel of John” en J. Neusner (ed.), Religion in Antiquity: Essays in Memory of E. R.Goodenough, Leiden, 1968, pgs. 148–75; E. D. Freed, “Samaritan Influence in the Gospel of John” en CBQ, 30, 1968, pgs. 580–7; Idem, “Did John write his Gospel partly to win Samaritan Converts?” en Nov Test, 12, 1970, pgs. 241–6
(21) C. H. Dodd, Historical Tradition in the Fourth Gospel, Londres, 1963.
(22) C. H. Dodd, O.c., p. 120.
(23) C. H. Dodd, O.c., pgs 311 ss; 332 ss y 412 ss.
(24) Una defensa muy rigurosa de este punto de vista en F. Manns, John and Jamnia: how the break occured between Jesús and Christians c. 80–100 A. D., Jerusalén, 1988.
(25) D. R. A. Hare, The The of Jewish Persecution of Christians in the Gospel according
(26) En este sentido ver: J. Jeremias, The Rediscovery of Bethesda, John 5.2, Louisville, 1966; W. F. Albright, The Archaeology of Palestine, Harmondsworth, 1949, pgs. 244– 8; R. D. Potter, “Topography and Archaeology in the Fourth Gospel” en Studia Evangelica, I, 73, 1959, pgs. 329–37; Idem, The Gospels Reconsidered, Oxford, 1960, pgs. 90–8; W. H. Brownlee, “Whence the Gospel According to John?” en J. H. Charlesworth (ed.), John and the Dead Sea Scrolls, Nueva York, 1990.
(27) Entre ellos, cabe destacar: P. Gardner–Smith, St John and the Synoptic Gospels, Cambridge, 1938, pgs. 93–6 (posiblemente coetaneo de Marcos); A. T. Olsmtead, Jesus in the Light of History, Nueva York, 1942, pgs. 159–225 (poco después de la crucifixion); E. R. Goodenough, “John a Primitive Gospel” en JBL, 64, 1945, pgs. 145– 82; H. E. Edwards, The Disciple who Wrote these Things, 1953, pgs. 129 ss (escrito c. 66 por un judeo–cristiano huido a Pella); B. P. W. Stather Hunt, Some Johannine Problems, 1958, pgs. 105–17 (justo antes del 70); K. A. Eckhardt, Der Tod des Johannes, Berlín, 1961, pgs. 88–90 (entre el 57 y el 68); R. M. Grant, A Historical Introduction to the New Testament, 1963, p. 160 (escrito en torno a la Guerra del 66 por judeo–cristianos de Palestina o exiliados); G. A. Turner, “The Date and Purpose of the Gospel of John” en Bulletin of the Evangelical Theological Society, 6, 1963, pgs. 82–5 (antes de la revuelta del 66); G. A. Turner y J. Mantey, John, Grand Rapids, 1965, p. 18
(contemporáneo de las cartas paulinas); W. Gericke, “Zur Entstehung des Johannesevangelium” en TLZ, 90, 1965, cols. 807–20 (c. 68); E. K. Lee, “The Historicity of the Fourth Gospel” en CQR, 167, 1966, pgs. 292–302 (no necesariamente después de Marcos); L. Morris, The Gospel According to John, Grand Rapids, 1972, pgs 30–5 (antes del 70 con probabilidad); S. Temple, The Core of the Fourth Gospel, 1975, VIII (35–65, sobre la base de un bosquejo anterior de los años 25–35. S. Temple cita además a M. Barth datándolo antes del 70 y considerándolo el Evangelio más primitivo); J. A. T. Robinson, Redating., pgs. 307 ss (el proto–Evangelio lo data en el 30–50 en Jerusalén y la redacción final hacia el 65) e Idem, The Priority of John, Londres, 1985 (redacción final hacia el 65 y estudio sobre su autenticidad histórica).
(28) J. L. Martín, The Gospel of John in christian history, Nueva York, 1979 (una primera fase redaccional por judeo–cristianos palestinos entre antes del 66 d. de C. y los años 80; un periodo medio a finales de los 80, y un periodo final posterior a los 80); M. E. Boismard, L’Evangile de Jean, Paris, 1977 (una primera redacción en el 50, quizá por Juan, el hijo de Zebedeo; una segunda en el 60–65 por un judeo–cristiano de Palestina, quizá Juan el presbítero, al que se refiere Papías; una tercera redacción en torno al 90 d. de C. por un judeo–cristiano palestino emigrado a Éfeso; redacción definitiva en Éfeso por un miembro de la escuela joánica, a inicios del s. II); W. Langbrandtner, Weltferner Got oder Gott der Liebe. Die Ketzerstreit in der johanneischen Kirche, Frankfurt, 1977 (redacción inicial no antes del 80 d. de C., en el seno de una comunidad que no es anterior al 66 d. de C.); R. E. Brown, The Community of the beloved disciple, Nueva York, 1979, Cuadros de síntesis (la comunidad joánica se origina en Palestina a mediados del 50 y desarrolla una “cristología alta” de preexistencia del Hijo que lleva a conflictos con otros judíos. Este periodo concluirá a finales de los años 80, redactándose el Evangelio hacia el año 90 d. de C.).
(29) Sobre este Evangelio con bibliografía y discusión de las diversas posturas, ver: V. Taylor, The Gospel of Mark, Nueva York, 1966; H. Anderson, The Gospel of Mark, 1981; E. Best, Mark: The Gospel as Story, Filadelfia, 1983; L. Hurtado, Mark, Peabody, 1983M M. Hengel, Studies in the Gospel of Mark, Minneapolis, 1985; D. Lührmann, Das Markusevangelium, Tubinga, 1987; R. A. Guelich, Mark 1–8:26, Waco, 1989; J. D. Kingsbury, Conflict in Mark, Minneapolis, 1989.



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