"No hay decisiones buenas y malas, solo hay decisiones y somos esclavos de ellas." (Ntros.Ant.)

sábado, 19 de septiembre de 2009

LOS CONCILIOS ECUMENICOS -III DE CONSTANTINOPLA-

LOS CONCILIOS ECUMENICOS
III De Constantinopla. (680-681 d.c.)


Papa San Agatón I y Papa San León II. Contra el monotelismo. Condenó a Honorio.
El culto de las imágenes arranca desde los principios del Cristianismo, como se puede ver en las catacumbas romanas donde se ocultaban los cristianos perseguidos. En los siglos VIII y IX la Iconoclastia, destrucción de imágenes, estuvo en auge y se convirtió en abiertas persecuciones promovidas por los emperadores orientales. No faltaron grandes defensores del culto de veneración a las imágenes como San Juan Damasceno y San Germán de Constantinopla, y muchos otros que fueron mártires por defender ese culto. En estas circunstancias se reunió el concilio de Nicea.

Magisterio del C.E III de Constantinopla
VI ecuménico (contra los monotelitas)
Definición sobre las dos voluntades en Cristo
El presente santo y universal Concilio recibe fielmente y abraza con los brazos abiertos la relación del muy santo y muy bienaventurado Papa de la antigua Roma, Agatón, hecha a Constantino, nuestro piadosísimo y fidelísimo emperador, en la que expresamente se rechaza a los que predican y enseñan, como antes se ha dicho, una sola voluntad y una sola operación en la economía de la encarnación de Cristo, nuestro verdadero Dios [v. 288]. Y acepta también la otra relación sinodal del sagrado Concilio de ciento veinte y cinco religiosos obispos, habida bajo el mismo santísimo Papa, hecha igualmente a la piadosa serenidad del mismo Emperador, como acorde que está con el santo Concilio de Calcedonia y con el tomo del sacratísimo y beatísimo Papa de la misma antigua Roma, León, tomo que fue enviado a San Flaviano [v. 143] y al que llamó el mismo Concilio columna de la ortodoxia.
Acepta además las Cartas conciliares escritas por el bienaventurado Cirilo contra el impío Nestorio a los obispos de oriente; signe también los cinco santos Concilios universales y, de acuerdo con ellos, define que confiesa a nuestro Señor Jesucristo, nuestro verdadero Dios, uno que es de la santa consustancial Trinidad, principio de la vida, como perfecto en la divinidad y perfecto el mismo en la humanidad, verdaderamente Dios y verdaderamente hombre, compuesto de alma racional y de cuerpo; consustancial al Padre según la divinidad y el mismo consustancial a nosotros según la humanidad, en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado [Hebr. 4, 15]; que antes de los siglos nació del Padre según la divinidad, y el mismo, en los últimos días, por nosotros y por nuestra salvación, nació del Espíritu Santo y de María Virgen, que es propiamente y según verdad madre de Dios, según la humanidad; reconocido como un solo y mismo Cristo Hijo Señor unigénito en dos naturalezas, sin confusión, sin conmutación, inseparablemente, sin división, pues no se suprimió en modo alguno la diferencia de las dos naturalezas por causa de la unión, sino conservando más bien cada naturaleza su propiedad y concurriendo en una sola persona y en una sola hipóstasis, no partido o distribuído en dos personas, sino uno solo y el mismo Hijo unigénito, Verbo de Dios, Señor Jesucristo, como de antiguo enseñaron sobre Él los profetas, y el mismo Jesucristo nos lo enseñó de sí mismo y el Símbolo de los Santos Padres nos lo ha trasmitido [Conc. Calc. v. 148].
Y predicamos igualmente en Él dos voluntades naturales o: quereres y dos operaciones naturales, sin división, sin conmutación, sin separación, sin confusión, según la enseñanza de los Santos Padres; y dos voluntades, no contrarias ¡Dios nos libre!, como dijeron los impíos herejes, sino que su voluntad humana sigue a su voluntad divina y omnipotente, sin oponérsele ni combatirla, antes bien, enteramente sometida a ella. Era, en efecto, menester que la voluntad de la carne se moviera, pero tenía que estar sujeta a la voluntad divina del mismo, según el sapientísimo Atanasio. Porque a la manera que su carne se dice g es carne de Dios Verbo, así la voluntad natural de su carne se dice y es propia de Dios Verbo, como Él mismo dice: Porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del Padre, que me ha enviado [Ioh, 6, 38], llamando suya la voluntad de la carne, puesto que la carne fue también suya. Porque a la manera que su carne animada santísima e inmaculada, no por estar divinizada quedó suprimida, sino que permaneció en su propio término y razón, así tampoco su voluntad quedó suprimida por estar divinizada, como dice Gregorio el Teólogo: "Porque el querer de Él, del Salvador decimos, no es contrario a Dios, como quiera que todo Él está divinizado".
Glorificamos también dos operaciones naturales sin división, sin conmutación, sin separación, sin confusión, en el mismo Señor nuestro Jesucristo, nuestro verdadero Dios, esto es, una operación divina y otra operación humana, según con toda claridad dice el predicador divino León: "Obra, en efecto, una y otra forma con comunicación de la otra lo que es propio de ella: es decir, que el Verbo obra lo que pertenece al Verbo y la carne ejecuta lo que toca a la carne" [v. 144]. Porque no vamos ciertamente a admitir una misma operación natural de Dios y de la criatura, para no levantar lo creado hasta la divina sustancia ni rebajar tampoco la excelencia de la divina naturaleza al puesto que conviene a las criaturas. Porque de uno solo y mismo reconocemos que son tanto los milagros como los sufrimientos, según lo uno y lo otro de las naturalezas de que consta y en las que tiene el ser, como dijo el admirable Cirilo. Guardando desde luego la inconfusión y la indivisión, con breve palabra lo anunciamos todo: Creyendo que es uno de la santa Trinidad, aun después de la encarnación, nuestro Señor Jesucristo, nuestro verdadero Dios, decimos que sus dos naturalezas resplandecen en su única hipóstasis, en la que mostró tanto sus milagros como sus padecimientos, durante toda su vida redentora, no en apariencia, sino realmente; puesto que en una sola hipóstasis se reconoce la natural diferencia por querer y obrar, con comunicación de la otra, cada naturaleza lo suyo propio; y según esta razón, glorificamos también dos voluntades y operaciones naturales que mutuamente concurren para la salvación del género humano.
Habiendo, pues, nosotros dispuesto esto en todas sus partes con toda exactitud y diligencia, determinamos que a nadie sea lícito presentar otra fe, o escribirla, o componerla, o bien sentir o enseñar de otra manera. Pero, los que se atrevieren a componer otra fe, o presentarla, o enseñarla, o bien entregar otro símbolo a los que del helenismo, o del judaísmo, o de una herejía cualquiera quieren convertirse al conocimiento de la verdad; o se atrevieren a introducir novedad de expresión o invención de lenguaje para trastorno de lo que por nosotros ha sido ahora definido; éstos, si son obispos o clérigos, sean privados los obispos del episcopado y los clérigos de la clerecía; y si son monjes o laicos, sean anatematizados.

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MONOTELISMO
Herejía del siglo VII que sostenía que Cristo posee dos naturalezas pero una sola voluntad. La herejía es un intento de reconciliar las ideas de la herejía monofisita con la ortodoxia cristiana. El emperador Heracleo (610-641), en un encuentro con los monofisitas, formuló que Cristo tendía dos naturalezas pero una sola voluntad. Esta idea recibió apoyo del patriarca de Constantinopla, Sergio. Este punto de vista fue condenado posteriormente por la Iglesia de Occidente, lo cual generó un resquebrajamiento con la Iglesia de Oriente. San Máximo el Confesor escribió una refutación teológica del monotelismo, en la cual sostuvo que la voluntad era una función de la naturaleza y no de la persona. El Monotelismo fue condenado definitivamente por el Tercer Concilio de Constantinopla (680), en el cual se afirmó ««dos voluntades naturales o quereres y dos operaciones naturales, sin división, sin conmutación, sin separación, sin confusión»»

ICONOCLASTIA
Etim.: del griego. eikon (imagen) + klaein (romper)
Herejía que rechaza como superstición el uso de imágenes religiosas y aboga por que se destruyan. Se originó con el crecimiento del Islam, religión que considera idólatras a todas las imágenes sagradas. La presión del Islam sobre los políticos precipitó la crisis.
Los iconoclastas destruían las imágenes y perseguían a quienes las venerasen.
La primera fase de los ataques ocurrieron con el emperador León el Isauriano en el año 726 y terminó con el Segundo Concilio de Nicea en el 787, el cual definió que las imágenes pueden ser expuestas y veneradas legítimamente porque el respeto que se les muestra va dirigido a la persona que representan.
La segunda fase comenzó con el emperador León V el Armenio y terminó cuando la Fiesta de la Ortodoxia fue establecida en el año 842 bajo la emperadora Teodora. San Juan Damasceno y la emperadora eran los principales defensores de las imágenes sagradas.
La Reforma Protestante reanudó los ataques contra la veneración de imágenes y reliquias por considerarla supersticiosa. El Concilio de Trento reiteró la aprobación católica a la veneración de las imágenes.

HONORIO I
El caso del Papa Honorio I Sobre la verdadera naturaleza de la "herejía" de Honorio I.

Por Albert Viciano, tomado de Archimadrid.es
Del Papa Honorio (625-638) se ha dicho que incurrió en herejía. Un examen atento del problema indica que Honorio, en realidad, fue negligente al no captar la gravedad del error -"monotelismo"- del Patriarca de Constantinopla Sergio; y, aunque quería sostener la doctrina correcta, la expuso con una terminología ambigua y equívoca.
A lo largo de los siglos cuarto a séptimo, el oriente cristiano estuvo sacudido por la controversia doctrinal de contenido cristológico, referente a las relaciones de la doble naturaleza de Jesucristo con su única persona, la del Hijo de Dios. Estos debates, que enfrentaban a obispos, monjes y teólogos, tenían también una dimensión socio-política, por cuanto en el Imperio Bizantino y, más en general en toda la antigüedad tardía y en la edad media, era cultural y religiosamente impensable una separación entre la Iglesia y el poder civil. De ahí que estas polémicas teológicas fueran vistas como un peligro para la unidad política del Imperio, de modo que los emperadores se sintieron obligados a intervenir en busca de soluciones que facilitaran la concordia entre los obispos.
Con el paso del tiempo, a finales del siglo sexto y principios del séptimo, a estos problemas internos se añadieron dificultades de política exterior, ya que amenazaba gravemente una reducción del territorio bizantino a causa de las invasiones de los persas desde el este, de los eslavos desde el norte y de los árabes mahometanos desde el sur. Es más, los partidarios del monofisismo velan en la llegada de los invasores árabes una especie de castigo de Dios por la existencia de un emperador hereje; por ello, esta peculiar interpretación de los signos de los tiempos estimulaba al emperador y al patriarca constantinopolitano a buscar una fórmula conciliadora que rápida y eficazmente lograra la unificación religiosa del Imperio.
NACIMIENTO DEL MONOTELISMO
En estas circunstancias se levantó el nuevo emperador Heraclio (610-641), el cual comprendió que el peligro de la situación exigía aunar todas las fuerzas no sólo físicas, sino también morales del imperio; es decir, habla que terminar con la división religiosa entre obispos calcedonianos y monofisitas. Por eso, el patriarca de Constantinopla, Sergio, volvió a tomar la idea de Justiniano de unificar todas las tendencias religiosas; esta vez debía hacerse sobre una nueva base.
En tiempos de Justiniano, la solución habla sido de tipo negativo: condenar a ilustres figuras más o menos próximas al nestorianismo, para así satisfacer a los monofisitas. Ahora la nueva solución iba a ser más bien positiva: profundizar en la doctrina cristológica para lograr una concepción intermedia, en la que podían convenir tanto los calcedonianos más ortodoxos como los monofisitas más pertinaces.
Esta fórmula de conciliación propone la siguiente doctrina: a consecuencia de la unión personal de las dos naturalezas, humana y divina, de Jesucristo, existe en él una sola energía, una manera de obrar única, una sola voluntad. A esta doctrina se la ha designado con los nombres griegos de monoteletismo (abreviadamente, monotelismo) o monoenergetismo (abreviadamente, monergetismo o monoenergismo). De esta manera creía Sergio que se podría obtener la unión deseada, ya que, por una parte, se daba satisfacción a los católicos, con la admisión de las dos naturalezas, conforme al concilio de Calcedonia; y, por otra parte, satisfacía a los monofisitas, pues esta energía y voluntad única era, al fin y al cabo, el símbolo de una unidad perfecta en Cristo, que es lo que ellos defendían.
El emperador Heraclio aceptó la propuesta del patriarca Sergio. De hecho, ambos comenzaron inmediatamente a poner en juego todos los resortes del Imperio para hacer aceptar la nueva doctrina. Pero este no fue sino el inicio de una nueva controversia, la del monotelismo, que duró casi todo el siglo séptimo.
Ya por los años 619 y 620 emprendió Sergio su campaña de atracción. Encontró gran acogida entre los obispos monofisitas de amplias regiones como fueron Siria, Armenia y Egipto, que se reunificaron oficialmente con Constantinopla, mientras que entre los calcedonenses topó con decidida oposición. De entre éstos destacaron los monjes Sofronio y Máximo, procedentes de Palestina, que se hallaban entonces en Alejandría. Poco tiempo después, muerto el patriarca de Jerusalén, Sofronio fue elegido sucesor suyo en esta sede. Inmediatamente celebró un sínodo en Jerusalén el mismo año 634, en el que se propugnaron los principios contrarios a la doctrina de Sergio y se defendió expresamente la doctrina de las dos operaciones, de las dos energías y de las dos voluntades, humana y divina, en Cristo. Lo mismo repitió Sofronio en una amplia carta sinodal, en la que recalcaba los puntos fundamentales: unidad de persona, dualidad de naturaleza y, por consiguiente, dualidad de operaciones y de voluntades, ya que por las operaciones se distinguen las naturalezas. Sergio rehusó recibir la carta sinodal de Sofronio, aun cuando no emprendió ninguna acción contra él.
INTERVENCIÓN DE HONORIO
Hasta este momento el patriarca de Constantinopla, Sergio, y el de Alejandría, Ciro, habían promulgado la nueva profesión de fe y tratado con los monofisitas sin preocuparse de la opinión de Roma. Únicamente, cuando Sergio se encontró con la oposición de Sofronio de Jerusalén, creyó oportuno exponer los hechos al Papa Honorio (625-638) y obtener su adhesión. En su escrito a Honorio, Sergio expuso una relación completa de sus esfuerzos y los del emperador Heraclio para hacer volver a los herejes monofisitas a la unidad de la fe, insistiendo en su aceptación del concilio de Calcedonia. Sergio exageraba algo estos buenos resultados y omitía decir que la aceptación del concilio de Calcedonia no aparecía explícitamente en las "actas de unión" por las que las iglesias monofisitas se habían reconciliado con la sede constantinopolitana.
En su carta también le contó la intervención de Sofronio y resumió la doctrina de las dos energías (dienergía) en Cristo, defendida por el obispo de Jerusalén; Sergio, en su carta, se manifestó contrario a esta tesis y propuso al Papa Honorio una sutil solución que sirviera para desautorizar la doctrina de Sofronio: según la propuesta de Sergio a Honorio, habría que proscribir los términos dienergía y monoenergía, causantes de la oposición de Sofronio a la doctrina del monoenergismo; Sergio también proponía al Papa afirmar que el mismo Jesús ha operado (energein) lo divino y lo humano, proveniente sin división de un solo y mismo Verbo hecho hombre, "pues es imposible que el mismo sujeto tenga al mismo tiempo, respecto de un mismo objeto, dos voluntades contrarias".
LE FALTABA PREPARACIÓN
El Papa Honorio, a decir verdad, estaba mal preparado para tratar esta difícil cuestión cristológica y se dejó atrapar por las argucias bizantinas del patriarca, al que respondió con una carta de aprobación. En este escrito el Papa alababa los esfuerzos de Sergio y de Ciro por la unión lograda de tantas iglesias y se felicitaba de saber que el concilio de Calcedonia era admitido por los orientales.
Aprobaba la decisión de Sergio sobre la proscripción de los términos dienergía (o energía doble) y monoenergía (o energía única) por considerarlos demasiado especializados, propios más bien de eruditos y gramáticos. Según Honorio, bastaba pues, con que los obispos enseñaran que el mismo Verbo encarnado operaba divinamente las cosas divinas, humanamente las cosas humanas, que en toda su actividad no habla más que un solo agente y, por tanto, una sola voluntad: "unde et unam voluntatem fatemur Domini nostri lesu Christi".
Esta carta fue comunicada al mismo tiempo a Sergio y a Sofronio. Mientras Sergio se mostró envalentonado por el triunfo y aprovechaba la carta del Romano Pontífice como nuevo instrumento para implantar su doctrina, Sofronio se sintió profundamente preocupado. Este, convencido de que el Papa estaba mal informado sobre la doctrina realmente defendida por Sergio y por Ciro, envió a Roma a un presbítero llamado Esteban encargándole que expusiera a Honorio con toda objetividad el verdadero estado de la cuestión.
El Papa recibió esta embajada, pero no se dejó convencer por el relato del legado de Sofronio. Persistiendo, pues, en su anterior disposición, insistió en la orden de silencio prohibiendo que se usaran las expresiones de una o dos energías y, para que no hubiera lugar a dudas, redactó una nueva carta, dirigida a Sofronio y a Ciro, de la que sólo se conservan fragmentos; después puso esta carta en conocimiento de Sergio.
Según se desprende de los fragmentos conservados, Honorio manifiesta su convicción de que el debate de los orientales era cuestión de sutiles palabras y, aunque prohibía la discusión sobre el número de energías en Cristo, afirmaba netamente la dualidad de operaciones (es decir, la doctrina católica): la naturaleza divina operando lo que es divino y la naturaleza humana operando lo que es del hombre, sin división ni mezcla.
EDICTO IMPERIAL
Como consecuencia del acuerdo entre el Papa y los patriarcas de Constantinopla y de Alejandría sobre la necesidad de prohibir las discusiones sobre el número de energías y de afirmar la única voluntad en Cristo, se promulgó un edicto imperial (finales del 634 - principios del 635) ratificando esta prohibición.
Lejos de apaciguar los ánimos, esta decisión fue tomada a risa por los monofisitas que descalificaron a los calcedonianos por dar continuos bandazos doctrinales, primero afirmando la doble naturaleza y, por tanto, la doble energía de Cristo, después proclamando en él una sola energía, y, por último, decidiendo que en Cristo no hay ni una ni dos energías.
De este modo, el emperador y los patriarcas empezaron a darse cuenta de que la doctrina de la monoenergía, lejos de ofrecer el campo de entendimiento al que aspiraban, era para la Iglesia nueva causa de agitación. Pero se contentaban por el momento con los buenos resultados hasta entonces obtenidos de reunificación religiosa y se esforzaron en no comprometerla con nuevas discusiones, máxime en aquellas fechas en que el Imperio Bizantino necesitaba de todas sus fuerzas para luchar contra la invasión del Islam que amenazaba con desmembrar sus provincias orientales.
CONDENA DEL MONOTELISMO
Efectivamente, la controversia monotelita perduró varias décadas hasta que pudo zanjarse con la celebración del que sería el sexto concilio ecuménico y tercero de Constantinopla (680-681), siendo emperador Constantino Pogonato (668-685).
Siguiendo la costumbre de estos concilios ecuménicos, se examinó detenidamente la conducta de los principales personajes que hablan intervenido en toda la contienda y se siguió a cada uno de ellos un verdadero proceso, que a su vez se transformó en examen critico sobre la autenticidad e integridad de los textos aducidos. Luego se presentaron los textos pontificios, particularmente la última epístola del entonces Papa, Agatón (678-681), que declaraba la doctrina de las dos voluntades y dos operaciones en Cristo.
El resultado fue que el patriarca Jorge de Constantinopla aceptara la doctrina del Papa Agatón. Lo mismo hizo toda la asamblea.
Además, fue condenada expresamente la doctrina monotelita y, en consecuencia, se lanzó el anatema contra los cabecillas del monotelismo, entre los que se encontraban Sergio de Constantinopla, Ciro de Alejandría y Honorio de Roma.
Terminado el concilio, el emperador insertó sus decisiones en un edicto imperial del año 681. El Papa Agatón falleció antes de aprobar el concilio, por lo que fue su sucesor, León II (681-683), quien aprobó las actas.
NO FUE HEREJE, SINO IMPRUDENTE
En un principio, la edad media consideró que la equivocación de Honorio no había sido propiamente de tipo doctrinal, sino más bien un error de gobierno, por haber escuchado y alentado el parecer de Sergio de Constantinopla y no el de Sofronio de Jerusalén. El mismo Papa León II, en su aprobación de las actas del concilio constantinopolitano tercero, emitió un juicio más suave hacia Honorio, por cuanto consideró que éste se limitó a "permitir" (no a defender) la doctrina herética; con términos semejantes León II se expresó en una carta dirigida a los obispos hispanos: "Honorio no extinguió la llama de la herejía como convenía a su autoridad apostólica, sino que por negligencia la azuzó".
Como se aprecia, León II no descalifica a Honorio por incurrir en la herejía monotelita, sino por fallo en su labor de gobierno. Sin embargo, su culpa, aun debida a negligencia, fue considerada en Roma tan grave que, en la profesión de fe que durante un cierto tiempo los Papas hacían en el acto de torna de posesión (Liber diurnus Romanorum Pontificum), Honorio era anatematizado, después de los herejes (no entre ellos), como uno que "con su negligencia fomentó el crecimiento de los falsos asertos de los herejes".
HONORIO Y LA INFALIBILIDAD.
En el siglo XV, a algunos teólogos convencidos de la infalibilidad pontificia, como Nicolás de Cusa, Juan de Torquemada y Gaspar Contarini, no les planteaba problemas la condena de Honorio en el sexto concilio ecuménico. El holandés Alberto Pigge sostuvo, en cambio, que ese concilio no pudo condenar al papa y, por ello, supuso que la inclusión de su nombre en las actas del concilio debió de ser una interpolación, es decir, una falsificación posterior. Esta hipótesis no es sostenida hoy en día por ningún historiador, ya que se ha probado la plena autenticidad de las actas del tercer concilio de Constantinopla.
Además, la hipótesis de Pigge fue rechazada ya desde el siglo XVI por algunos teólogos que, como Melchor Cano, consideraban que un Papa pudo hacerse hereje sólo como doctor privado. Esta opinión no duró mucho tiempo más. En la edad moderna, únicamente teólogos protestantes y también teólogos católicos partidarios de doctrinas galicanas consideraron que el papa Honorio había sido hereje.
Cuando en el Concilio Vaticano I (1870) se planteó la definición dogmática de la infalibilidad pontificia, los detractores de esta doctrina presentaron el ejemplo histórico de la condena de Honorio. Sin embargo, los defensores de la infalibilidad valoraron el anatema impuesto a Honorio como una medida disciplinar y no como un juicio doctrinal, en continuidad con el sentir que al respecto se habla tenido en la edad media, es decir, en la primera e inmediata recepción del sexto concilio ecuménico.
ANÁLISIS PROFUNDO.
Si se analizan con detalle la primera carta de Honorio y los fragmentos de su segunda carta, se aprecia que, en realidad, su punto de vista era diferente del sostenido por el patriarca Sergio. Este último, firmemente monoenergista, atenuó la significación de su doctrina en la carta que le había dirigido a Honorio, el cual, ciertamente por negligencia, no captó la gravedad del error teológico expuesto por Sergio. Lamentablemente, desconfió de Sofronio, considerado como un inoportuno, y creyó poner fin a las discusiones de los obispos orientales adoptando la fórmula equivoca y ambigua.
En todo caso, lo hizo en una carta que no reúne los requisitos teológicos -hoy día bien delimitados, tras el Concilio Vaticano I- de la definición infalible: No puede decirse de ninguna forma que el Papa Honorio enseñara una herejía ex cátedra.
Jesucristo, dotado de dos voluntades, asumió la naturaleza humana carente de pecado y que, por ello, la voluntad humana de Jesús, no debilitada por el pecado original, obraba en plena y conforme unidad moral con su voluntad divina. Esta es la doctrina correcta que Honorio pretendió sostener. El problema es que esta doctrina, de suyo correcta, fue expuesta por ese Papa con la terminología monotelita que le habla proporcionado la epístola de Sergio, dando a entender, negligentemente, que se difuminaba o aniquilaba en la persona divina de Cristo la integridad de su voluntad humana.
LA CONTROVERSIA CRISTOLÓGICA
La controversia cristológica provocó, entre otras cosas, la convocatoria de numerosos concilios, de los cuales tres tuvieron el rango de ecuménicos: el de Éfeso (431), el de Calcedonia (451) y el segundo de Constantinopla (553).
Resumidamente, cabe afirmar que en el concilio efesino, convocado por el emperador Teodosio II (408- 450), al condenarse el nestorianismo, se resaltó la única persona divina de Jesús, ya que Nestorio había sostenido que a las dos naturalezas de Cristo correspondían dos sujetos o personas, divina y humana, rompiendo así la unidad personal del Hijo de Dios hecho hombre. En el concilio calcedonense, convocado por el emperador Marciano (450-457) a instancias de su esposa, al condenarse el monofisismo, se puso más bien de relieve la doble naturaleza de Cristo y su unidad personal sin mezcla ni pérdida de cualidades de ambas naturalezas, ya que el monofisismo proponía que, a consecuencia de la unión de las dos naturalezas de Jesucristo, la naturaleza humana era difuminada y, por tanto, aniquilada en la inmensa grandeza de la divinidad del Hijo de Dios.
Y en el segundo concilio constantinopolitano, impulsado por el emperador Justiniano (527-565), se condenaron "los tres capítulos", es decir, tres obispos del siglo V, en aquellas fechas ya fallecidos más o menos próximos a posiciones nestorianas, Teodoro de Mopsuestia, Teodoreto de Ciro e Ibas de Edesa, cuyo rechazo oficial por parte del concilio podría ser del agrado de los monofisitas.
Y es que, pese a la condena del monofisismo en el concilio de Calcedonia, esta doctrina continuó vigente largo tiempo entre muchos obispos y monasterios de Siria, Egipto y Armenia.
Los seguidores de esta doctrina rechazaban la validez del concilio de Calcedonia y, por ello, consideraban que, tras la aprobación de ese concilio, el Papa, el patriarca de Constantinopla, así como el emperador hablan incurrido en herejía. Justiniano intentó mediante la condena de los tres capítulos apaciguar los ánimos de los monofisitas; pero, además de que no consiguió suprimir el monofisismo en el oriente cristiano, desencadenó a su vez una oposición feroz por parte de numerosos obispos occidentales, que veían en el segundo concilio de Constantinopla una actitud demasiado severa hacia Teodoreto e Ibas, defensores de la ortodoxia durante el concilio de Calcedonia. La polémica entre calcedonianos y monofisitas continuaba, por tanto, sin resolverse.

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